Capítulo 10

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- Julietha -
La abrasadora oscuridad

Igual que en un cuento de hadas, al marcar el reloj las seis de la tarde el baile se inauguró, muchas parejas salieron al centro de la pista siendo la primera en dar el ejemplo: Cristobal y Gretel; yo retrocedí unos pasos, aislándome de las personas que en verdad tenían con quien bailar, la tonada era muy dulce, romántica, tanto como para causarme cierto matiz de incomodidad inquietante.

Controlé las ganas de querer morder mis uñas en un gesto de intranquilidad y estrés, ya que tenía demasiadas miradas recayendo en mí, en especial la de unos ojos cafés que seguían cada uno de mis movimientos con descaro, sin molestarse en disimular un poco. Y yo no me encontraba dispuesta a sumarle un poco más de ego, porque de eso ya le sobraba, así que en diversas ocasiones lo desafiaba con la mirada, en algunas la desviaba yo primero y en otras, hacía tambalear su seguridad, consiguiendo salir victoriosa en una de nuestras batallas tácitas.

—El tiempo no ha hecho más que ponerte aún más linda, cariño.—me saludaron tomándome desprevenida mientras observaba los cuerpos de las parejas muy juntos meciéndose al compás.

Por fin, quien deseaba que se me acercara lo hizo, abracé a aquella señora como si fuese mi madre, Gertrudis me frotó la espalda, dándome un beso en la mejilla. Si algo envidiaba de esta familia era que la tenían a ella, hubiera dado lo que fuera para que alguna de mis abuelas fuese igual de dulce que Gertrudis, las mías a penas y sabían que existía.

—Lo mismo digo de usted, Gertrudis. No cambia por más años que pasen.—confesé sonriendo con añoranza y achinando un poco mis ojos. Busqué con la mirada a su esposo, quien siempre estaba tras de ella, era mucho más lacónico y su presencia era igual de imperceptible que la de su hija, Gretel, pero fue extraño no verlo.

—Por favor, hija, no tienes que mentir de esa forma.—intentó restarle importancia a mi comentario.

—Lo digo en serio. Luce divina.—reiteré con una sonrisa.

Me sonrió como si fuese lo más agradable que alguien le hubiera dicho esa noche.

—Gracias, Julietha.—acunó mis manos entre las suyas—Es lo más encantador que me han dicho desde que partió mi viejo.

No. Pero...Fruncí el ceño, no podía ser cierto. No creía capaz a nadie de los que estaban aquí de jugar con la vida de alguien, menos su propia esposa.

Entreabrí los labios, negando levemente, gracias al cielo no abrí mi bocota para preguntar por el señor Owen Ortega, ya que lamentaba y desconocía su partida.

—Gertrudis yo...en serio que no fue mi intención...—sonrió sin mirarme en realidad, quizás recordando, así que me dispuse a callar no sin antes intentar disculparme—lo lamento mucho.

—No tienes porque, hija. Ya había llegado su hora.—me aseguró volviendo en sí—Nadie es eterno.

Era cierto, nada lo era.

—Así es.—asentí de acuerdo—Nadie ni nada es eterno.—agregué ensimismada.

—Las personas no lo somos.—decretó de acuerdo—Pero los sentimientos, los recuerdos si pueden llegar a serlo.—replicó ante mi comentario, yo me callé por respeto, me controlé para no saltar imprudentemente a la defensiva para argumentar mi postura más por costumbre que por creer tener la razón—Por ejemplo, el amor que yo sentía por mi marido no a muerto con él, ni morirá conmigo, mis hijos lo recordarán, mis nietos, y quizás mis bisnietos también lo harán. Nada es fugaz si uno evita que así sea. Lo eterno se construye, aunque existen excepciones y algunas veces va naciendo y perdura, de igual forma, si no lo cuidas, si no lo haces madurar, lo podrías llegar a perder.

Contigo hasta el infinito (INFINITO #2)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora