Epílogo

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Un nuevo invierno había llegado, y con él la nieve característica de la época. El color blanco vestía la mayoría de las copas de los árboles, del campo y sobre todo de las lápidas en la cima de la colina. El azabache se acomodó el largo abrigo azul oscuro que llevaba puesto, pues el viento que allí corría era helado y lo que menos necesitaba en aquel momento era resfriarse. Apretó también el nudo de su bufanda, ocultando tras de ella la mitad de su rostro contorneado por una frondosa barba. Observó la hilera de seis lápidas que se encontraban ante él y sonrió con cierta melancolía. Tal y como hacía desde el día en que terminó la batalla contra los demonios liderados por Luzbel, Allen llegó hasta aquella colina para conmemorar el paso de un nuevo año tras aquellos sucesos; aquel era el décimo aniversario. Aquel día, Nívea y los demás caballeros decidieron sepultar a sus cinco compañeros caídos en el mismo lugar: la colina que se encontraba detrás de la casona de Lancelot, un lugar simbólico para todos. Allí reposaban los restos de Craneus, Milo, Thomas, Boric y Draco. Sin embargo, la atención de Allen estaba fija en la sexta sepultura.

—¿Qué dice ahí, papá?

La voz chillona del pequeño sobresaltó a Allen, quien al girar la cabeza vio al niño junto a él. De cabello negro y recién cortado como el de su padre, y con facciones pálidas y finas, y ojos rojos como los de su madre, Allen observó a su hijo, quien miraba la misma lápida con la intriga de un niño de 4 años recién cumplidos.

—Te dije que no me siguieras y te quedaras con tu mamá, Darren. —lo regañó Allen con falso enojo aunque de todas maneras tomó al pequeño en brazos y se giró con él para volver a ver las lápidas.

—Mamá me dejó. —se excusó el pequeño mientras rodeaba el cuello de su padre con sus cortos brazos. Allen se imaginó el rostro de Afrodita accediendo a los gritos desesperados de Darren y suspiró; sabía que su esposa cedía bastante rápido a las exigencias de su hijo.

—Pero en la casa del tío Lancelot y de la tía Nívea está más caliente, y hay comida rica además. —insistió Allen aunque ya se había resignado a que el pequeño no se iría hasta saciar su curiosidad.

—Todos me dijeron que viniera. —contestó nuevamente el pequeño Darren con simpleza. Allen imaginó a todos sus amigos instando al pequeño a interrumpir el rato a solas que él mismo les había pedido, y no pudo evitar reprimir una sonrisa.

Como de costumbre en esas fechas, los antiguos Caballeros de la Realeza se reunieron en la casa que ahora pertenecía a Lancelot y Nívea, y a su hija de 8 años, Nadja. Aunque para ninguno era una sorpresa que el único ausente fuese aquel que era conocido como el caballero más poderoso; el Caballero Ermitaño. Valentine y Khroro habían asistido junto a su hijo de 10 años, Miros; incluso Hiro había llegado a aquella reunión tras haberse ausentado a la del año anterior. Todos, a excepción de Lancelot, se encontraban en la casona disfrutando de un grato almuerzo. Sin embargo, Allen tomó la decisión de visitar las tumbas de sus seres queridos en solitario.

—¿Por qué no te quedaste jugando con Nadja y Miros? —Le preguntó Allen a su hijo mientras lo miraba con ternura. Sin embargo, el niño no respondió y siguió observando las tumbas con curiosidad. Allen sonrió, pues sabía que el pequeño Darren no le prestaría atención hasta saber aquello que le daba tanta curiosidad—. Esas son tumbas, Darren. Ahí duermen personas que fueron muy queridas e importantes para nosotros.

El pequeño giró su cabeza para mirar a su papá y este, como respuesta, lo miró con calidez. Allen inspeccionó la mirada de su hijo, esperando desde lo más profundo de su ser que este no viviese lo mismo por lo que él había tenido que pasar. Allen lo sentía, la llama en su interior llevaba diez años apagada. Y esperaba que se mantuviese así por siempre, por el bien de la familia que junto a Afrodita y Darren intentaba tener. Esperaba que el poder de los Caballeros de la Realeza muriese con ellos, y no se traspasase a las nuevas generaciones. Aunque tras la muerte de Luzbel, no había nada más porqué temer.

—¿Quieres que te cuente una historia? —Le preguntó Allen a Darren con renovado entusiasmo. El rostro del pequeño se iluminó de golpe, ya que le encantaban las historias que su padre y sus amigos le contaban.

—¿Qué historia? —preguntó el niño a su vez, sonriendo ampliamente mientras se aferraba más fuerte a su padre y no dejaba de dar pequeños saltitos. Allen rio por la reacción de Darren y trató de sujetarlo con firmeza mientras este daba sus saltos cortos.

—Una historia de bestias, demonios, un eclipse... Y valerosos guerreros que lucharon por salvar a la humanidad. —contestó Allen con cierto grado de orgullo en su voz.

Mientras el pequeño asentía y saltaba en los brazos de su padre, este le dio la espalda a la sexta sepultura. En ella se encontraba grabada el nombre de Luzbel, y Allen había dejado apoyada en ella una rosa blanca. Se encaminó hacia la casa de sus amigos, dejando tras de si las seis tumbas, con el rostro feliz y con la ansiedad de contarle a Darren la historia de los legendarios 12 Caballeros de la Realeza. 


FIN. 

Los Caballeros de la RealezaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora