Capítulo 12

4 0 0
                                    

Mientras el Hakada se celebraba, me tomé la libertad e incluso podría llamarlo abuso de contarle a Albeans mis problemas con los sueños y los recuerdos que tenía, sin embargo la respuesta de él me había confundido ya que me dijo que hablaría conmigo luego del Hakada.

Cuando salí de la nueva oficina de Adregon, vi a mi Capitán en Jefe apoyado contra la pared con los brazos cruzados.

"¿Qué sucede?" Le pregunté.

"Me dijiste, y me consta, que tus sueños y memorias te están persiguiendo." Asentí. "No soy alguien especializado en dar consejos y puede que lo que estoy a punto de hacer esté mal, pero sígueme."

Frunciendo el ceño, lo seguí.

Me llevó a un club de pelea. Un club de pelea donde no sólo observaría las peleas, sino que también participaría en ellas.

"¿Por qué me traes acá?" Cuestioné.

"Pensé que tienes que pelear con personas que no tienes que matar una vez que venzas. O que tu victoria no está definida por cuantas matas. Aquí lo que importa es la habilidad y no quién seas."

Lo pensé un momento y me encogí de hombros al tiempo que me llamaban para entrar al ring. "Puedo intentarlo."

Esa noche tuve mi primera pelea y, mientras luchaba con un hombre que casi triplicaba mi tamaño, tuve la sensación de que alguien me observaba. Mis acompañantes no detectaron a nadie, pero yo sabía que no estaba loca.

Y sí.

Gané.

¿Otra cosa? Esa noche las pesadillas no me persiguieron.

Todo hubiese sido perfecto si los próximos días no hubiese sido casi obligada a estar presente en la corte y ser parte de ella. Lo único que me daba algo para relajarme eran las peleas.

Para algunos, pertenecer a la corte era un sueño pero para mí era una pesadilla. Los constantes chismes, la hipocresía, la búsqueda del poder y el constante ruido me molestaban y me sacaban de quicio así que no muchos entenderían mi necesidad de escapar del castillo, si era sincera —tenías sirvientes a tu disposición absoluta, compañía, comida y todo lo que pudieses desear y aun así quería salir de allí.

No me gustaba el ambiente y de paso Ahlía no estaba porque se encontraba en una cita con Akrina.

Pensando en la solución que se tomaba en mi otro mundo para las situaciones estresantes, me fui a la pastelería y me compré todos los dulces que me llamaron la atención.

Demándenme.

Saliendo de la pastelería con los postres en mis manos y uno en la boca, no pude evitar escuchar un alboroto no muy lejos de mí.

"¡Vas a ver, niño!" Escuché que alguien gritó. Miré a un lado notando que el panadero (obvio por su ropa) llevaba a rastras un niño pequeño. El niño, de unos siete años quizá, se encontraba forcejeando.

En un primer momento pensé que era su hijo y si no lo maltrataba, no podía interponerme en su castigo... hasta que vi que lo llevaba hasta el centro de la plaza donde había un palo. Un palo que siempre pensé que era de propósitos artísticos. Creyendo que no iban a hacer lo que no quería pensar que haría, esperé. Esperé hasta que pusieron al niño de rodillas y le quitaron la camisa que tenía. Cuando un hombre se acercó y le dio un látigo al panadero, me interpuse entre ellos.

"¡Quítate, mujer!" Me gritó el panadero. "¡Ese niño me ha robado pan dos veces en una semana y ahora me ha robado leche! La primera vez fue una advertencia—" levanté una mano y se calló. Se calló pero su rostro se puso rojo.

Miré detrás de mí al niño que era poco más que piel y huesos. Sus costillas se veían. Me arrodillé al lado del niño oyendo los gritos del panadero pero no le presté atención. Cuando toqué al niño en el brazo, se encogió como si le hubiese pegado. Lo acaricié hasta que levantó su rostro.

Estaba sucio, tenía el cabello grasoso pero tenía unos espectaculares ojos azules. Supe que si el niño estuviese bien alimentado, sería hermoso. Simplemente hermoso. "¿Tenías necesidad de hacerlo?" Pregunté tontamente. Era obvio por su aspecto que no había sido una decisión fácil.

"Mi hermano..." Lágrimas se formaron en sus ojos.

Me puse de pie y miré al panadero. "¿Quiere a alguien a quien azotar?"

"¡Alguien tiene que pagar!" Rugió.

No sería suficiente con pagarle. Y el aspecto del niño me decía que pagar no solucionaría nada. Me volví a agachar y corté las sogas que amarraban al niño.

"La General Sebrin permite que criminales hagan lo que quieran." Espetó el que le había entregado el látigo con asco.

Me volví a incorporar y retrocedió un paso. Tan valiente no eres, cabrón, pensé. Me quité la ropa superior quedando nada más en las vendas que me daban un poco de decoro.

"¿Quieres a alguien a quién azotar?" El panadero asintió. Maldito. "Pues dale con ganas." Aparté al niño suavemente. Me miró sorprendido, como si fuese la primera vez que alguien lo tratara bien. "Tú." Le dije al hombre que le entregó el látigo al panadero. "Amárrame."

"¡Sus acompañantes me van a matar si la toco!" Me dijo el panadero.

"No le harán nada. Le sugiero que comience rápido." Me agaché en el lugar donde previamente estaba el niño y el otro hombre me amarró.

La mejor manera de manejar el dolor... dependía de cada quien. Apreté los músculos de la espalda esperando el primer latigazo cuand—

¡HIJO DE PUTA!

El primer latigazo fue doloroso.

"¿Cuántos son?" Jadeé.

Diez, dijeron Lanaedo, Kalous y Hanolu.

Cada látigo en mi espalda era un infierno. Con cada latigazo estuve a punto de gritar, a punto de mostrar que dolía. El último latigazo fue el peor, el más fuerte y el más cruel. Sólo agradecí que estuve en el momento justo en el lugar indicado para salvar a ese niño. Ese niño que cicatrices físicas en su cuerpo no tenía. Un cuerpo que debía permanecer puro de todo sufrimiento aunque mi instinto me decía que llegaba tarde.

Cuando los latigazos terminaron sentí que cortaban las sogas que me ataban. Sentí que me ardía la espalda y cada mínimo movimiento era doloroso. Sentí que la sangre bajaba por las heridas.

Al primer contacto, supe que no era un látigo normal, que tenía algo en su final para hacer la herida peor. Nunca se me pasó por la cabeza revisar los castigos de Arazem para algo menor que asesinato, pero me di cuenta en ese momento que fue un error de mi parte. Era brutal y vergonzoso, pero si algo debía de admitir era que el castigo era práctico.

Pero no en un niño. En un niño, no. Me puse de pie sintiendo cómo la sangre entraba a mi pantalón. Incluso mi abdomen se había manchado de sangre —consecuencia de la posición en la que me había encontrado.

"General, necesitamos tratarle esas heridas." Dijo un soldado llegando a mi lado.

"¿Se las tratarían a otra persona?" Pregunté colocándome mi camisa con suavidad. Moverme para colocármela no era... nada bonito.

Cuando me terminé de colocar la camisa, no pude evitar pensar que si no me limpiaba las heridas se me iban a infectar así que los tomé en su palabra y acompañándolos, me limpiaron las heridas. Cuando salí con las heridas limpias —pero no curadas— me sorprendió ver al niño medio escondido en una esquina.

"¿Se siente bien?" Me preguntó.

Sonreí y me agaché para quedar a su nivel. "Un poco, pero nada que no pueda soportar."

"Es la General Sebrin."

Ladeé mi cabeza. "Así es. Un gusto." Extendí mi mano y él de manera muy tímida la tomó. "¿Cómo te llamas?"

"Me llamo Tarhik."

"¿Por qué robaste, Tarhik?" Pregunté suavemente.

"Mis hermanos..." Sus ojos se llenaron de lágrimas.

"¿Y tu mami?"

"Se fue." Se limpió las lágrimas antes de que cayeran. Evitó llorar.

"¿Te molesta si voy a tu casa a ver?" El terror entró en sus facciones. "Calma, calma. No te voy a hacer nada malo. Tranquilo. Si no quieres no importa."

Me puse de pie con una mueca y comencé a buscar en mis bolsillos. Maldije por lo bajo al darme cuenta de que no tenía dinero encima, que ya me lo había gastado y de paso había botado lo que había comprado al correr a ayudarlo. No quería dejar al niño solo, pero no me quedaba otra opción más que hacerlo.

"Bueno, Tarhik," le dije pero sostuvo mi mano. "¿Ah?"

No dijo nada pero llevándome de la mano, me llevó a una casa. Si es que esa pocilga se podía llamar casa.

Tarhik abrió la puerta y esta cayó al suelo. Se detuvo ipso facto como si esperase algo, se relajó y me instó a entrar. Lo primero que noté fue el hedor —el hedor a enfermo, a sucio, a heces. Lo segundo fue que el hogar estaba en ruinas económicamente. Seguí a Tarhik y encontré la razón de que hubiese robado. En la habitación había dos niños menores que Tarhik. Uno estaba acostado en el suelo con una sábana mugrienta y el otro estaba en una especie de cuna, era un bebé. El que estaba acostado estaba sudando y rojo, me agaché y toqué su frente. Estaba prendido en fiebre.

"Tarhik, ¿confías en mí?" Le pregunté mirándolo a los ojos.

Me miró por más de un minuto y creo que lo convencí. ¿Cómo? Ni puta idea. "Sí."

Una General en JefeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora