CAPITULO LX - Soy un yakuza

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Misaki bajó del auto sin percatarse de la manera extraña en que los guardaespaldas lo miraban. Todos estaban entre temerosos y esperanzados en que el menor los entendiera y no los condenara debido al trabajo que realizaban. Era una escena cómica, enormes hombres armados con temor a que un diminuto joven los rechazara.

Los guardias vieron a sus jefes alejarse y perderse dentro de aquel enorme edificio. Tan pronto estuvieron seguros, Gigantocus miró a su hermano. Hizo una mueca al ver que ese enorme tipo tenía las manos los bolsillos de su pantalón, con la cabeza gacha y la mirada clavada en el suelo. Desprendía tanta tristeza que daba lastima.

La torre, como lo llamaban desde que Misaki lo bautizó así, parecía más un gatito al que su dueño tiró al lado de la calle. Toda esa máquina mortal en realidad protegía un corazón demasiado tierno que podía ser lastimado fácilmente. Verlo así le recordaba que era su hermano menor y por un momento sintió ganas de abrazarlo para reconfortarlo. ¿Cómo un pequeño mocoso convirtió a un peligroso felino acostumbrado a matar con eficacia y casi siempre con maldad, en un indefenso gatito mimado que lamia sus heridas?

—Oye... —gigantocus se acercó hasta poner su mano en el hombro—. Todo va a salir bien.

—No quiero que me tenga miedo... —la torre habló haciendo un... ¿puchero?

Gigantocus parpadeó intentando que sus ojos volvieran a ver al matón despiadado pero seguía aquel cachorro herido, aunque pudo ser algo gracioso, tenía que admitir que ya le estaba dando miedo. ¡Prefería que estuviera persiguiendo a su presa que llorando por los rincones!

—Dale tiempo para que comprenda que lo cuidamos de corazón, sobretodo tú.

La torre asintió suavemente aunque desganado. Todos se quedaron allí, esperando noticias sin importar el cansancio que sentían por el viaje.

Asami puso una mano en la espalda baja del menor, guiándolo todo el camino hacia el departamento. Mientras iba en el elevador, le lanzó una mirada a su asistente quien de inmediato entendió lo que su jefe iba a hacer.

El pobre Kirishima comenzó a sudar frío por los nervios, pero era algo inaplazable. Misaki tenía que saber quiénes eran y que hacían. Ciertamente corrían el riesgo de ser dejados atrás y lanzados al olvido, pero su pequeño merecía la verdad.

Cuando la parejita cerró la puerta del departamento, se quedó allí en el pasillo viendo hacia la nada. Los dos hombres que vigilaban la entrada lo miraron entendiendo de inmediato que algo estaba mal con el menor.

Misaki estaba demasiado distraído para percatarse de que fue llevado al departamento de Asami y no el suyo, cuando estaban en la sala parpadeó un par de veces antes de girarse para caminar de nuevo hacia la puerta.

—Creo que debería descansar esta noche en mi departamento. Te veo...

—Misaki —Asami empujó al castaño hasta que su espalda tocó la pared, ambas manos apoyadas a cada lado convirtiéndose en una cárcel de la que no podía escapar—. No hagas esto.

—¿Qué?

—Alejarte, escapar de mí... de nuevo.

—No lo...

—Prometiste luchar por lo nuestro.

Misaki bajó su mirada demasiado avergonzado por ser tan cobarde. En el fondo, cuando aceptó estar siempre con él ya tenía sospechas... es solo que ver la maldad de frente siempre daba miedo.

—Asami, ¿Qué es eso que no me has dicho? —el menor lo miró con recelo. No podía evitarlo, ver esos cuerpos torturados en las noticias hizo que su mundo se tambaleara.

CAMINOS CRUZADOSDonde viven las historias. Descúbrelo ahora