Prólogo

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Los dos meses de vacaciones se habían esfumado casi sin darse cuenta. Bueno, tres para Venus. Ella siempre había huido de ser como los demás. Si la gente corriente tenía un verano de julio y agosto, ella debía añadirle septiembre para sentirte realizada. De ese modo, esta semana haría su gran entrada en las clases. Todos se girarían y sentirían envidia de su bronceado. Se preguntarían dónde se habría pegado ese mes de más y sería el centro de toda la atención.

Esa era su vida. O al menos la que le habían fabricado y ella había asumido con bastante facilidad. Cuando te presionan y te repiten tanto las misma mentiras, no tardas en creértelas y romperte sin darte siquiera cuenta.

Había llegado la hora de volver a casa.

Miró a su alrededor. La gente se agolpaba en los mostradores tratando de reclamar a las aerolíneas las cancelaciones. El barullo inundaba todo el aeropuerto. Las ruedas de las maletas recorriendo el lugar se escuchaban por todos los lados. Gritos e insultos por doquier. Todos parecían desquiciados. Todos menos ella.

Venus mantenía la calma. Ya llegaba un mes tarde, así que ¿qué más le daba un par de días más? Suspiró y se retiró un mechón de la cara y lo colocó detrás de la oreja. Tenía el cabello por encima de los hombros y de color castaño oscuro. Pero no era un castaño común. Tenía ese brillo. Ese que por mucho que te esfuerces por lograr, nunca lo consigues más que cuando acabas de salir de la peluquería.

Cerró sus párpados despacio escondiendo tras ellos unos ojos azules. Estaba aburrida.

—Señorita, su vuelo ya está listo —anunció un hombre vestido con traje.

Ella parpadeó un par de veces evidenciando sus extensas y espesas pestañas. Parecía que comenzaba su viaje de vuelta a casa.

—Gracias. A partir de aquí voy sola —le anunció a su empleado cogiendo su plateada maleta.

—¿Está segura? —preguntó el señor, pero ella ya no le prestaba atención.

Había acelerado su paso y había avanzado por la fila de preferente hasta colocarse en su asiento.

El vuelo sería largo. Mejor. Así tendría tiempo de planear todo con suficiente antelación. Si había algo que no le gustaban era las sorpresas. Le habían enseñado que tan solo llevaban al desastre. La vida había que organizarla meticulosamente. Cada sonrisa, cada palabra, cada suspiro debía estar rigurosamente programado. Y, por eso, Venus había aprendido a mentir, engañar y a jugar con la gente. A enseñarles lo que deseaban ver para que así le dejasen en paz y ella pudiese hacer lo que quisiese con su vida. 

Pobre, en verdad casi hasta había llegado a creer que era libre... Si lo único que deseaba era lo único que jamás podría tener. Tiempo le había dicho él. ¿Tiempo?, ¿para qué?, ¿cuánto? Nunca sería suficiente y los dos lo sabían. Ambos deberían conformarse con los trozos que el otro le podría ofrecer. Con una mentira edulcorada que, por el momento, parecía satisfacerlos, pero que en el fondo tan solo los hería y no permitía sanar las viejas heridas.

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