Aquella mañana desperté por el pitido del despertador. Ya era la tercera vez que sonaba sin cesar. Madrugar, no era precisamente una característica de los Lanzani, sobre todo de los recién casados: Lali y yo. Me revolví dentro de las sábanas maldiciendo el motivo por el cual la noche duraba tan poco. Lali seguía en sus dulces sueños, como si nada. Zarandeé su cuerpo hasta despertarla.
-Vamos, Lali- dije con voz rasposa. –Levantate ya.
-¿Por qué cada vez que despertás intentas romper mis huesos?- se quejó.
-Perdón- y dejé un beso sobre su hombro izquierdo. –No controlo mi fuerza por la mañana. -No es justo que los alumnos deban asistir a clase a las ocho de la mañana- y se sentó sobre la cama al tiempo que revolvía su pelo todo enmarañado. -¡Es infrahumano!
-¡Ya! Que cuando vos y yo estudiábamos cursábamos a la misma hora- dije frotando mis ojos. –Vos te quejas como profesora, no por ser compasiva con tus alumnos- hizo una mueca que no comprendí del todo. Su enojo matutino era arrollador. –Metete en la ducha- y me miró desafiante. –Vamos, Lali... mientras preparo el desayuno.
-¡Sí que la vida de casado cambia a la gente eh!-ironizó al tiempo que salía de la cama y se envolvía en su bata.
-¿De qué hablas?- y me senté en la cama.
-Digo, cuando éramos novios me despertabas de la forma más dulce, me dabas besos y me hacías mimos... y ahora- dijo como si fuese un caso perdido. –Ahora sólo zamarreas mi cuerpo y me das órdenes- me eché a reír ante su queja y salí de la cama también.
-Buen día, mi amor- y rodeé por detrás su cintura con mis brazos. Imprimí besos chiquitos en su cuello. -¿Cómo dormiste?- y dejé caer mi mentón sobre su hombro izquierdo. Ya estábamos dentro del baño y nos mirábamos a través del espejo.
-Bien- y sonrió. -¿Ves que no es tan difícil comportarse como un buen marido?
-¿Qué? ¿A caso soy un mal marido?- y puse puchero.
-El puchero ya no es lo tuyo, Lanzani- y largó una risita divertida. –Eso te funcionaba a los dieciocho años, no a los veintiséis.
-¡Pobre de vos!- exclamé escandalizado. -¡Morís por esto!- e hice todas mis caras juntas. El puchero y ojos chinitos. Ella se rió a carcajadas y me rodeó el cuello con sus brazos. Se puso en puntitas de pies, cómo hacía desde los dieciocho años, y me besó con dulzor.
-Te amo, tarado- y sonrió.
-Yo también, petiza- y me echó una mirada asesina. Me reí con ganas, le di un apretón de labios y me fui a preparar el desayuno.
Desayunamos en la cocina al tiempo que ella veía el noticiero matutino y yo leía el diario. Sí que éramos un matrimonio. Reí para mis adentros cuando me vi en aquella situación. Recordé que, de chico, siempre veía esos desayunos en mi casa de Bahía. Mamá miraba la tele al tiempo que untaba manteca y mermelada a una tostada. Se la entregaba a papá, y éste la tomaba sin despegar sus ojos del periódico. Me asustó pensar que lo nuestro se convertiría tan pronto en una rutina. Hacía tan sólo tres meses que nos habíamos casado, y ya imitábamos las viejas costumbres de los matrimonios. Cerré el periódico y saqué a Lali de su silla. La senté sobre mis piernas, y yo mismo me unté mi tostada.
-¿Qué tenes?- dijo riéndose.
-No quiero caer en la rutina.
-¿De qué hablas, Pitt?- me preguntó confusa pero sin dejar de reír.
-Nada, yo me entiendo- y la besé apenas para continuar con mi desayuno.
Una reunión de directorio me esperaba esa misma mañana en la editora. Salí junto a Lali de casa. Ella se subió a su auto y se fue en dirección a la universidad. Yo hice lo mismo. Llegué al trabajo más temprano que de costumbre, de modo que tenía una hora libre antes que comenzase la reunión. Y allí me vi, adelantando trabajo y charlando con Anita, otra secretaria. Anita era como mi abuela, dulce y buena. El reloj marcaba las diez de la mañana cuando entré a la sala de directorio.