El pitido del despertador me sacó de mi más dulce sueño. Sin abrir los ojos tanteé con la mano mi mesita de luz para apagar el ensordecedor aparato. Fue inútil. Indiscutiblemente seguía sumamente dormida. Abrí los ojos con total dificultad. Prendí el velador. La luz me provocó una ceguera temporal. Mis ojos tardaron varios minutos en acostumbrarse. Seis de la mañana marcaba el reloj. Me incorporé de la cama con lentitud y me dirigí hacia el baño con pasos torpes. Una ducha caliente sería reconfortante. A medida que el agua golpeaba mi cuerpo recordé mi tan explosiva adolescencia vivida en el Rockland School. Sonreí con satisfacción ante tanto recuerdo.
Al cabo de media hora con mi bata de toalla puesta me encontraba frente al placard, abierto éste de par en par. Me vestí lentamente, sequé mi pelo lacio que rozaba mi cintura. A diferencia del año pasado, esta temporada llevaba flequillo. Dicen que cada vez que uno comienza una nueva etapa debe renovarse. Cuando ya estaba todo en orden tomé mi bolso y bajé a la cocina.
Allí me esperaba mamá, papá y mis hermanos. Cada uno de ellos estaba sumamente concentrado en su desayuno. Y yo me sumé a ellos. Sabía que en poco tiempo mamá y Patricio se irían hacia la constructora con el fin de cerrar un contrato con una compañía multimillonaria. Papá conduciría hasta su estudio contable y se pasaría todo el día zambullido en un mar de números. Y Ana se iría a la facultad para no perder la regularidad de estudiante de psicología. Fue entonces cuando se abrió un debate sobre la isla de la cocina acerca de mi primer día cómo estudiante universitaria. Y antes que los cinco pudiésemos llegar a una conclusión, el reloj marcaba la hora en que debía irme.
Salí de casa y caminé las dos cuadras que me separaban de la parada del colectivo que me dejaría cerca de la universidad. Era un viaje algo largo. Casi treinta minutos. Lo bueno que tenía aquello era que podía viajar sentada durante todo el tramo. Enchufé los auriculares del reproductor de música a mis oídos y así me mantuve durante todo el viaje.
Y allí me vi frente a la gigantesca infraestructura de la Universidad de Filosofía y Letras. Miré a mí alrededor más de una vez. Suspiré y me dispuse a subir las escalinatas. Cierto que la facultad era un mundo de gente. Personas que iban y venían a las apuradas. Pregunté en recepción qué piso era el que le correspondía a los alumnos de primer año.
Me senté sobre el piso cruzando mis piernas y dejando mi bolso amarronado sobre ellas. Me sentía completamente perdida. El mundo universitario era tan distinto a la vida de colegio. Incluso con los pequeños detalles, que en ese preciso instante me parecían sumamente grandes: no conocía a nadie, no podía dialogar con nadie. Y no es que yo fuese una chica vergonzosa, todo lo contrario. Fue entonces cuando una voz masculina, grave, ronca y varonil me sacó de mis pensamientos. ¿Qué forma de presentarse era esa? Y vos... ¿Quién sos? Me bastó ver esos ojos verdes para no acordarme ni siquiera de mi nombre. Que fuerte está, pensé para mi fuero interno. Unos minutos necesité para enterarme que se llamaba Juan Pedro, pero que todos lo apodaban Peter. Sería mi nuevo compañero de facultad. Lo único que sabía es que era insoportablemente lindo, tenía unos ojos chinitos que lo hacían dulce y tierno, una sonrisa torcida sumamente sexy, y ni hablar del lunar de su mejilla.
Y mucho más no pudimos dialogar porque se hizo la hora de entrar al salón. Historia de la Filosofía Antigua era la primera materia que cursaríamos ese día. El titular de cátedra, un hombre de avanzada edad, en compañía de un hombre y una mujer comenzaron a tomar lista y en ese preciso instante recordé el apellido de mi nuevo compañero: Lanzani.
Fue gracioso ver cómo una rubia abría la puerta del salón de manera atropellada. Se notaba que había corrido, dado a que sus mejillas y su respiración algo entrecortada lo evidenciaban. Había llegado justo en el momento en que el profesor la había nombrado. Rocío Igarzabal. Era una flaca esbelta, rubia y muy bonita de cara. Caminó completamente avergonzada por entre los pupitres. Fue entonces cuando sus ojos se cruzaron con los de Juan Pedro y después con los míos. Le sonreí con sinceridad, haciendo que la vergüenza la dejase en paz y no bastó ninguna palabra para invitarla a sentarse junto a nosotros.
La clase comenzó y todos los presentes sacamos de nuestras mochilas lo que fuese necesario para tomar apuntes. Fue en ese preciso instante en que creí tener un deja-vu. Fue entonces cuando recordé mi sueño. ¿Cómo era que en tan pocas horas podía haber soñado con todo mi futuro? Me sentí aturdida y tuve que ladear la cabeza más de una vez para salir de aquella confusión.
-Lali... ¿estás bien?- y Juan Pedro posó su mano sobre mi hombro algo preocupado. Rocío levantó la vista y yo sólo asentí.
-Esa... esa frase...- dije señalando la tapa de su cuaderno.
-¿Te gusta?- y como no le respondí tomó la palabra nuevamente. –Es mi lema.
Y tanto Rocío como Juan Pedro comenzaron a apuntalar cada palabra expresada por el profesor. Y yo tardé unos segundos más en imitarlos. Y si bien anotaba al igual que el resto de los alumnos, me era imposible quitar esa frase de mi cabeza.
Un amor perro no se controla El amor explota...
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