Y todo fue sumamente rápido. La tarde anterior había estado bien dolorida. Sentía el cuerpo completamente pesado y más de una punzada se había posicionado en medio de mi vientre. No había cenado y me sentía muy cansada, agotada, exhausta. Peter había vuelto del trabajo tras mi llamada telefónica. No me sentía nada bien. Durante la noche me había despertado más de una vez. Estaba completamente incómoda. Cualquier posición me molestaba. Peter tampoco había podido dormir mucho. Ante cualquier movimiento mío, él estaba ahí completamente asustado, dispuesto a llevarme a una clínica cuando fuese preciso. Llamó a Silvana, la obstetra, para contarle cómo acontecía todo. Lo cierto es que aquellos eran meros dolores de un embarazo sumamente avanzado. Le recomendó que me tomase un paracetamol, que si la mañana próxima estaba peor que me llevase al sanatorio donde ella me atendía cada mes.
Y la mañana siguiente fue mucho peor. Me desperté sobresaltada al sentir ese dolor agudo dentro de mi panza. Intenté tranquilizarme y Peter me envió a bañarme. Fue en ese momento en que él volvió a llamar a Silvana para contarle que el cuadro no mejoraba. Según ella había comenzado con las contracciones. Pidió que controlásemos cada cuantos minutos las padecía. De primer momento eran esporádicas, pero luego comenzaron a acentuarse cada vez más. Cada cinco minutos exactos se hacía presente otra contracción. Fue esa mañana de agosto, 3 de agosto, que Peter tomó mi bolso y tiró de mi para irnos a una clínica. Estaba completamente nervioso por lo que llamó a Nahuel para que fuese por nosotros con el auto. Ni su mejor amigo ni yo permitiríamos que Peter condujese hasta la clínica en ese estado.
-Ya, nenita... ya estamos llegando- y limpiaba mi frente con un pañuelo.
-Peter, calmate- lo retó Nahuel a través del espejo retrovisor. –No es nada grave... sólo está de parto.
-¡Claro! ¡Sólo está de parto! ¡No es nada!- se quejó Pitt irónico. -¡No es nada porque vos ya la pasaste gil!- y en medio de las contracciones pude reír. Creo que en ese preciso instante volví a enamorarme de Juan Pedro Lanzani.
-Tranquila, Lali- me dijo Nahuel con voz cantarina. –Estamos a una cuadras nada más ¿sabes?- y yo asentí con mi cabeza como pude.
-Aguantame, muñequita... aguanta que lleguemos a la clínica, hija- le habló a la panza.
Nuestra chiquitita estaba haciendo toda la fuerza posible para poder salir de mi vientre. Y la fuerza que ella hacía para ello provocaba que las contracciones me hicieran gritar del dolor.
Una vez dentro la primera en atenderme fue Silvana. Me derivaron a una sala en el piso de maternidad. Allí me conectaron suero y verificaron mi estado. Lo cierto es que no tenía la dilatación que se requería para un parto natural, por lo que, en caso de que mis contracciones no disminuyesen me practicarían una cesárea.
-¿Cómo te sentís?- me preguntó Peter corriendo el flequillo de mi frente.
-Bastante dolorida- y su cara evidenció un gesto de pena. Bajo ningún punto de vista Peter podía verme sufrir, incluso, aunque aquello significase que su hija estaba por llegar al mundo. –Estoy cansada.
-Ya va a pasar, mi amor... respirá profundo gordita, por favor... no te me quedes sin aire- y me llenó la mano de besos. –No me hagas sufrir a mamá, muñeca- y acarició apenas mi panza.
Nahuel se había encargado de llamar a todos nuestros amigos y yo me había hecho cargo de las dos familias. En lo que dura un estornudo todos estaban expectantes en la sala de espera. Creí desmayarme cuando Silvana entró dentro de nuestra habitación y verificó que Lali ya tenía la dilatación precisa. Hacía ya tres horas que habíamos llegado al sanatorio y ella cada vez se sentía peor. Las contracciones hacían que se retorciera entre las sábanas, y yo sentía una impotencia tal por no poder hacer algo útil, al menos quitarle ese dolor.