Otro día. Otra tarde. Otra vez me vi solo. Solo en la mesa del comedor inundado de papeles. Abrumado de trabajo. Agotado de la cotidianeidad. Agobiado por la soledad que me ahogaba con su abrazo constante. Afortunadamente un llamado telefónico me convocó dos horas más tarde en la canchita de fútbol.
Fue raro volver a ese lugar. La última vez que habíamos jugado al fútbol todos juntos fue aquella tarde en que había dejado a Mariana sola y enferma en nuestro departamento. Un flash back se produjo en mi mente. El dolor intenso en el pecho que había sentido al saber que estaba falta de aire, y que todo, por más exagerado que suene, estaba en mis manos.
Fue una tarde atípica. Por vez primera, en mucho tiempo, no pasé la tarde de sábado trabajando. Me divertí. Reí. Me hacía bien saber que mis amigos, y los suyos también, no me habían hecho rancho aparte tras la separación.
-Hola mi flaquita- dijo Victorio a la vez que besaba a Candela. –Hola chiquitín de papá- y dejó un beso sobre la frente de Teo.
-Hola, amorcito- dijo Rocío con voz de tarada a la vez que tomaba a Gastón por las mejillas y lo besaba. Claro que colgaba con Lautaro en una de sus piernas.
-Abrazalo a papi- dijo Eugenia alentando a Alan para que corriese a los brazos de su padre.
-Campeón- dijo Nicolás con voz cantarina a la vez que aupaba a su hijo.
-Anda a saludar al padri- dijo Agustín dejando a Nazareno sobre el suelo. Corrió a mí y lo abracé con fuerza, sintiendo unas ganas enormes de largarme a llorar.
-¡¡Padri, padri, padri, padri!!- me cantaba Neno alegremente. Yo sólo le sonreía inconcientemente.
Me fue fatal afrontar aquella situación. El partido había terminado y todos mis amigos se estaban reuniendo con sus esposas e hijos. Hubiese pagado un dineral, o hubiese vendido mi alma con tal de ver a Mariana cruzar la canchita y echarse sobre mis brazos. Imaginé aquella situación. Ella y mi hijo. Pero tan solo me bastaba con pensar en ella. En ella y sus abrazos profundos. En ella y sus miradas. En ella y sus besos. Sólo ella. Y ella me faltaba.
-¿Qué haces ahora, Pitt?- me preguntó Cande, quien notó a la legua mi pena.
-Volveré a casa de mis viejos a darme una ducha y después me meteré en la cama.
-Venite a cenar a casa- me invitó Vico, quien aupaba a su hijo al tiempo que abría la puerta de su auto. El resto ya se había marchado a sus respectivas casas.
-¡Claro!- y reímos ante el gritito sordo de Candela. –Venite con nosotros- y me fue imposible negarme ante la carita de buena de la flaquita, y más aún cuando me hizo ojitos.
Una vez dentro de la casa de la pequeña familia D'Alessandro, Candela se encargó de hacer dormir a Tadeo, mientras Victorio y yo poníamos la mesa. De camino habíamos comprado pizzas y cerveza. Cande no tomaba alcohol debido a que aún amamantaba.
-Hoy te acordaste de ella ¿verdad?- dijo Cande. Y fue más una afirmación que una respuesta.
-¿Por qué lo decís?- y creí que no me había salido a la perfección hacerme el tarado.
-¡Vamos Pitt!- exclamó con obviedad. Sí. Definitivamente no me había salido nada bien hacerme el tarado. –Te conozco hace años- y Vico asintió acoplándose a lo que su mujer afirmaba.
-Y sí... fue raro- y me encogí de hombros.
-Pitt...- y Cande tomó mi mano por encima de la mesa. –Yo... yo quiero que sepas que podes contar con nosotros... que... que podes contar conmigo, pese a que tenga la relación que tenga con Lali... vos también sos mi amigo ¿sabes?