Habían transcurrido ya nueve días de nuestra estadía en México. Habíamos ido de aquí para allá todo el tiempo que duró nuestra luna de miel. Desde nadar con delfines, hasta conocer un poco de la cultura maya y azteca. Todas las mañanas el pitido del despertador nos levantaba cerca de las siete u ocho de la mañana. Todos los mediodías almorzábamos fuera del hotel, al igual que en las meriendas. Todas las noches cenábamos dentro del Copacabana, luego recorríamos el centro mexicano e intercaladamente concurríamos a algún barcito de moda, ejemplo: hard rock café. Y claro está que todas las noches hacíamos el amor, como si fuese la última vez que podríamos enredarnos entre las sábanas. La noche anterior no había sido la excepción.
-¡Dale, Peter!- grité. Hacía ya veinte minutos que intentaba, sin resultado satisfactorio, despertarlo.
-¿Por qué gritas?- se quejó. Tenía su cabeza bajo la almohada.
-¡Porque no te levantas!... quiero desayunar.
-¿Por qué en vez de gritarme, no probas haciéndome mimos?- me senté en la cama por décima vez y comencé a acariciar su espalda desnuda.
-Dale, Pitt- y dejé tres o cuatro besos sobre ella.
-Mmm... ves cómo funciona...- y salió de debajo de la almohada.
-Bueno, dale- y abruptamente dejé de acariciarlo.
-Chau, Lali- y por vigésima vez, cual ñandú, enterró su cara bajo los almohadones.
-Chau, Peter- y salí de la habitación.
Me metí, sumamente enojada, dentro del hermético ascensor y fui en busca de mi destino. Entré dentro de mi restaurante favorito dentro del Copacabana. Saludé a los meseros que ya nos
conocían y comencé a armar mi desayuno. Mucha fruta fresca, fue mi elección. De todos los tipos y colores. Aquel restó tenía vista a la costa mexicana. Me entretuve largo rato observando cómo un grupo de jovencitos realizaban deportes acuáticos con sus veleros. Al cabo de una hora me vi dentro del ascensor, por segunda vez. Casi por instinto mi celular sonó.
Mensaje de texto de "Mi chinito" "Veni a buscarme, ya te extraño"
Lo cierto es que la hora de envío no se correspondía con la hora de llegada. No le respondí y seguí sumergida en mis pensamientos. Tenía ganas de salir al centro comercial en busca de algunos regalos para nuestros más allegados. Entré a la habitación y Peter seguía tumbado en la cama. Me dediqué a acomodar mi ropa que se encontraba amontonada sobre uno de lo sillones. Cierto que lo espiaba de reojo, pero él mantenía su quietud. Una vez hecha toda la tarea, me senté sobre el sofá doble, con vista a la costa mexicana, y abrí un libro. Verónika decide morir, de Paulo Coelho. La historia de una adolescente-adulta, internada en un psiquiátrico, como su autor. Debo de haber leído cerca de doce capítulos cuando sentí peso sobre mis piernas.
Era la cabeza de Peter.
-No me despertaste- lo miré por un costado del libro por un momento, de manera furibunda, para luego volver a mi lectura. –Mmm... Paulo Coelho... aquella vez que nos separamos por tu confusión, Nahuel me hizo leer algo de Paulo.
-No es muy de mi agrado, pero mi hermana me recomendó éste libro- dije de forma limitada.
-A mí me ayudó mucho leerlo, me hizo dar cuenta de muchas cosas- y no le presté demasiada atención. -¿Estás enojada?- susurró.
-No- y aquél monosílabo alcanzó para que Peter quitase de manera brusca el libro de mis manos, se acercase mucho más a mí y me llenase el cuello de besos.
-¡Vamos nenita! No vamos a pelearnos ¿o si?
-Si peleamos no es por mí, sino por vos- dije restándole importancia.