Hacía ya un año que Lali y yo nos habíamos casado. Aquella mañana ella dormía de la forma más linda posible, más pacífica también. Una vez listo el desayuno volví hacia nuestro dormitorio. La luz se colaba por los huecos de la ventana. Dejé la bandeja sobre la mesita de luz y me tumbé junto a ella. Quité la sábana que cubría todo su cuerpo e instantáneamente se estremeció. Estaba acostaba boca a bajo, bien distendida. Levanté apenas su musculosa piyama que llevaba puesta. Era blanca con pequeñas estrellas rosas. Dejé besos a lo ancho de su cadera y cintura. Seguí ascendiendo por su columna vertebral y me detuve en su oído. Ya a mitad de camino se había despertado.
-Feliz cumple, mi amor- le susurré y vi su sonrisa, seguía con los ojos cerrados. –La cara de veintisiete te pone mucho más linda- y dejé innumerables besos sobre su mejilla izquierda que estaba al descubierto.
-¿Ya se me puso cara de veintisiete?- dijo divertida. Rodó sobre si misma y quedó bajo mi cuerpo.
-Te preparé el desayuno- dije cuando dejamos de besarnos. –Yogurcito, tostaditas, cafecito. -Mmm... ¿y algo dulce?
-Jalea de membrillo o mermelada de durazno.
-¿Algo más dulce?- y tiró de mi para quedar muy cerca una vez más.
-Amor...- dije cuando me dio una tregua. –Llego tarde a trabajar.
-No te vayas- me pidió colgaba de mi labio inferior.
-Vamos, nenita... no me pongas esa carita... sabes que no puedo quedarme... Agustina ya me está esperando- y se soltó de mí. Giró sobre su costado y dejó su vista clavada en el ventanal. Me sentía fatal, pero no podía cumplir sus caprichos. –Lali...- e intenté girarla, pero se zafó de mis manos. –Vamos, amor mío- y usé toda mi fuerza. Tomé su cara entre mis manos y la obligué a mirarme. -¿Por qué lloras?- pregunté con voz ahogada. Ella solo desvió la mirada y unas cuantas lágrimas rodaron por sus mejillas. – Lali, oíme- y volví a obligarla a que me mirase. – Dale, amor... no seas caprichosa.
-No soy caprichosa- replicó e intentó que su voz sonase firme.
-¿Y entonces por qué te pones así? Sabes que tengo que irme a trabajar...
-Ya lo se- y se zafó de mí. –Todo bien, Peter- y se levantó de la cama. Me desconcertó un poco su beso, corto y frío, pero beso al fin. Cuando Lali se enojaba no era capaz de acercarse a mí. -¿A dónde vas?- pregunté confuso.
-A bañarme... me iré a casa de mis viejos a desayunar... lo hago rápido, si tenes tiempo y queres podes esperarme y salimos juntos- y se fue en dirección al baño sin probar mi desayuno. Asentí y me quedé allí sentado unos momentos. Comencé a vestirme a la vez que mi mente se zambullía en mis pensamientos.
Y me fue imposible no llorar dentro de la ducha. Los constantes rechazos de Peter ya me hacían doler el corazón. Y allí estaba yo, con veintisiete años, casada hacía ya un año, sin hijos, sin mascotas... siempre igual. Había oído hablar de la depresión después de los treinta, pero a mí se me había adelantado tres años. Ni el día de mi cumpleaños podía disfrutar. Todo mi matrimonio se venía a pique.
Salí de la ducha con velocidad y me vestí dentro del cuarto de baño. Estaba terminando de cepillar mi pelo cuando sentí los brazos de Peter alrededor de mi cintura. Dejó caer su mentón sobre mi hombro. Fue el momento en que más hubiese llorado, pero no me lo permití. Los dos suspiramos simultáneamente. Todo estaba dicho.
-Te amo ¿sabes?- y zamarreó apenas, y delicadamente, mi cuerpo para que respondiese. Asentí con los ojos cerrados conteniendo las lágrimas. –Toma- y me entregó dos bolsas. Una de ellas contenía una falda como las que me gustaban. Era de color crema. En la otra bolsa encontré una cartera de cuero a juego, grande como las que yo usaba.
-Gracias.
-¿Te gusta?- y asentí. Me hizo una trompita dolorosa y le di un beso pequeño y sufrido.
Salí de casa lleno de angustia por todo lo acontecido, o mejor dicho, lo no acontecido con Lali. Era cierto que nos estábamos yendo en picada, y ninguno de los dos sabía cómo frenarlo, o frenarnos. Y ver su llanto acrecentaba todo tipo de sentimientos que pudiese tener. Mi mundo se acababa en sus lágrimas.
Me pasé toda la mañana en casa de mis viejos, siendo mimada por toda mi familia. Recibí regalos de todas las clases. Almorcé allí junto a mamá, Jimena, Marisa y Candela. También Franquito y Tadeo.
Durante la tarde recibí la visita de todos y cada uno de mis amigos y amigas. Neno entró al jardín de la casa de mis papás con un gran ramo de rosas. Veintiséis rojas y una amarilla en medio de las otras.
Para mi madrina ¡Felicidades!
Te adoro. Neno.
Decía la tarjeta. Lo aupé y él me abrazó con fuerza. Tomó mi cara entre sus pequeñas manitos y se desentendió por completo al verme llorar desconsoladamente.
-¿Qué pasa?- dijo como si fuese un adulto. -¿Por qué llora?- le preguntó a su mamá al ver que yo no respondía.
-Por nada, hijo... es sólo que le gustó mucho tu regalo.
Volví a casa cerca de las ocho de la noche. Tomé un baño y seguí llorando. ¡Es que no se me acababan las lágrimas! Preparé mi comida, por dos, y a la vez que veía el recital de Joaquín Sabina y Juan Manuel Serrat por televisión, cené. Y aquello me llevó a tomar mi guitarra, cómo hacía tiempo no lo hacía. Ya eran las diez de la noche.
Abrázame y muérdeme, llévate contigo mis heridas. Aviéntame y déjame mientras yo contemplo tu partida, en espera de que vuelvas y quizás vuelvas por mí. Y ya te vas ¿qué me dirás?, dirás que poco sabes tú decir. Despídete, ya no estarás, al menos ten conmigo esa bondad. Te extrañaré, no mentiré, me duele que no estés y tú te vas...
-Seguí, seguí tocando- dijo Peter al ver cómo había soltado las cuerdas de la guitarra tras su llegada. Y le hice caso. Se sentó frente a mí sobre la mesita ratona de mármol y me contempló largo rato al tiempo que yo cantaba. Reprimí todas mis lágrimas y me maldije por estar tan sensible.
Amárrame y muérdeme, llévate contigo mis heridas. Murmúrame y ládrame y grita hasta que ya no escuche nada. Sólo ve como me quedo aquí esperando que no estés, en espera de que vuelvas y quizás vuelvas por mí. En espera de que vuelvas y quizás vuelvas por mí.
Una vez concluido el tema buscó sobre la mesa un ramo de rosas rojas y rosas que me había traído. Le dediqué una sonrisa vergonzosa y sincera.
Nos metimos dentro de la cama sin decir una palabra, y me maldije por haberle arruinado el día. Su día. Un abismo nos separaba dentro del colchón. Nos dábamos la espalda mutuamente. Me volteé y pude notar que no estaba dormida. La abracé por detrás y le susurré al oído lo mucho que la quería.