Bagamishkaa - Ella llega en un barco

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Quebec, Nueva Francia; septiembre de 1752.



Era la tercera mujer de la familia Olivier que cruzaba el océano atlántico hasta atracar en el puerto marítimo de Quebec. Como lo había hecho mi abuela un par de décadas atrás, mi hermana Jeanne y yo viajamos por mar durante largos y tediosos meses con el objetivo de unirnos en sagrado matrimonio. Había escuchado las hazañas de mi abuela en múltiples ocasiones, pero sentía que no me servirían de nada en aquel continente nuevo. No viajábamos con la misiva de un monarca, sino con la estela de la muerte de nuestros padres. A pesar de nuestra posición social, nuestros tíos no eran capaces de mantener a dos jóvenes francesas en plena edad de matrimonio, por lo que decidieron enviarnos al único sitio en el que estaríamos seguras y conseguiríamos obtener un buen marido. Maldecía la conocida costumbre de enviar a las representantes femeninas de la familia a Quebec, como si no existieran suficientes hombres decentes en París. Percibía que no era válida, una carga, y que tendría que casarme con el primer oficial que me cortejara, me gustara o no. El dinero y las atenciones de mis tíos no eran eternas: nuestro pasaje al Nuevo Mundo había sido financiado por ellos, así como nuestra vivienda y los sirvientes que nos atenderían, pero no se trataba de una asistencia altruista, debían de obtener algo a cambio por su inversión. Aquella lógica me había llevado a concluir que Jeanne y yo necesitábamos casarnos lo antes posible y que solo así conseguiríamos poder volver a nuestro hogar. Me crispaba los puños estar dirigiéndome a lo desconocido sin siquiera haberlo pedido; no comprendía la razón que había llevado a nuestros tíos a pensar que estaríamos mejor lejos de París, rodeadas de desconocidos, extraídas del ambiente de nuestra niñez, plantadas como un arbusto en el desierto. Quizá aquella era la última voluntad de nuestros padres. Rodeadas de preocupaciones, ya no nos quedaría tiempo para lamentar su muerte.

Apreté las manos en torno a la balaustrada de madera de la cubierta y observé la amplia nada que aparecía ante mí. Sentí que las lágrimas luchaban por liberarse en las mejillas cuando divisé tierra. Tras días y días de travesía interminable sobre una extensión azul que parecía no terminarse nunca, por fin habíamos llegado a nuestro destino. Consciente de mis pensamientos, Jeanne me tomó de la mano y la entrelazó a la suya. La tenía sudorosa, temblaba. A pesar de superarme en edad, Jeanne también estaba asustada, lo que me tranquilizó un tanto. Giré la barbilla para mirarla y ambas sonreímos con nerviosismo, aunque juntas. "No debemos de separarnos", pensé, aferrándome a la única certeza que sabía poseer.

- Necesito sentir que estoy en tierra firme. – musitó Jeanne.

Le mantuve la mirada unos segundos antes de volverla a dirigir al horizonte. La marcha del navío se había reducido considerablemente: atracaríamos en pocos minutos. Fruncí el ceño para distinguir mejor lo que me esperaría cuando abandonara el barco. Me decepcionó ver que era un puerto como cualquier otro, menos suntuoso que del que habíamos salido, pero un puerto al fin y al cabo. Tampoco es que hubiera visto muchos durante mi vida, dos para ser más exacta, pero quise considerarme una experta en la materia para reducir mi ansiedad. Una sensación de terror se apresó de mí cuando supe que abandonaríamos el barco definitivamente. Ya no habría vuelta atrás. Habíamos conseguido acostumbrarnos al continuo balanceo de aquel armatoste, a sus camarotes diminutos, al olor salado de la proa, y tener que despedirnos de él para abrazar otras costumbres nuevas se me antojaba fantasmagórico. Debí de palidecer más de la cuenta al pensarlo, porque Jeanne me tomó de la barbilla y me susurró:

- No te preocupes, cariño. Todo irá bien. Antoine cuidará de nosotras.

Tuve el deseo de contradecirle, pero me contuve. Conocía muy bien a mi hermana. A pesar de la aparente tranquilidad que teñían sus palabras, Jeanne estaba poseída por un miedo helado que se adhería a la garganta con una garra mortífera. No obstante, su tarea era intentar tranquilizarme, aunque para ello tuviera que fingir y endulzar una realidad que lejos estaba de ser estable y pacífica. Acepté aquella farsa que se había tejido entre nosotras desde que nos subimos al barco y no lucharía contra ella. Como respuesta, me dejé acariciar y conseguí adornar mi rostro con una sonrisa. Jeanne tenía más cosas de las que preocuparse que yo.

(PRONTO A LA VENTA) Waaseyaa (I): Besada por el fuegoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora