Los días próximos se sucedieron repetidamente, en un círculo concéntrico de cabalgatas lentas por las profundidades del bosque. El viaje parecía estar llevándonos al fin del mundo y, contra más nos alejábamos, sentía con apremio una asfixiante preocupación por nuestra seguridad. Éramos como dos monedas girando sin parar en el interior de una copa de cristal, arrastradas como ganado e ignoradas la mayor parte del tiempo. Sin embargo, no podíamos quejarnos del trato que nuestros captores ofrecían: comidas regulares, agua abundante y descansos. Nos respetaban a pesar de su posición de superioridad. Además, en mi caso, Desagondensta aprovechaba ser mi jinete para conversar de cuando en cuando. Tendía a responderle con monosílabos, sin darle la oportunidad de socavar en mis pensamientos, pero era innegable que estaba haciendo mi travesía amena. Era un hombre misterioso..., en la superficie de su rostro se tensaba una cólera repentina y, al mismo tiempo, una comprensión vacía. No podía olvidar lo peligroso que era.
Nos detuvimos para estirar las piernas y llenar las cantimploras de agua junto a un pequeño riachuelo cercano y me frustré al verme rodeada de árboles eternos: era imposible ver el final, la salida. "No podrán encontrarnos", me preocupé sentidamente. No quería ni imaginar la desesperación de Antoine al recibir la noticia de nuestro secuestro. Pensarlo me llenaba los ojos de lágrimas.
— Quedaos donde yo pueda veros — nos advirtió.
Sólo Desagondensta nos dirigía la palabra. Los otros cinco mohawk se limitaban a mirarnos con descaro mientras nos eludían con una mezcla de soberbia y cautela. En cierto sentido, les dábamos miedo. Éramos distintas, tanto que a veces tenía que pellizcarme para creer que estábamos comiendo con hombres tan antiguos como la tierra que pisábamos. Una amplia línea divisoria nos separaba en dos fracciones antagónicas que se observaban con recelo.
— ¿Por qué no te ha dado una cantimplora? — me preguntó Jeanne al tanto que se agachaba para rellenar la suya.
— Porque no la quiero — comenté de mala gana, pendiente en todo momento del movimiento tras mi espalda —. Estoy bien — le sonreí un poco.
— Bebe — me la ofreció con cariño —. Estás pálida.
Sin objetar, tragué. El agua, fría y pura, me bajó por la garganta. Jeanne inspiró satisfecha y se apoyó en un árbol. Había mantenido la fortaleza, mas yo sabía que estaba agotada.
— ¿Qué ocurre? — me preocupé al ver cómo se tocaba el vientre.
— El bebé está nervioso, no para de dar patadas — extendió los labios en una media sonrisa —. Me duele la espalda.
— Tumbémonos un poco.
Rápidamente la situé sobre la hierba y aproveché tener las manos liberadas para apoyar su cabeza en mis rodillas. Ella dejó ir un suspiro pesado.
— No puedo dejar de estar cansada — repuso.
A modo de respuesta le empecé a acariciar la entrada del cabello sucio.
— Es por el embarazo..., el bebé sabe que estamos en peligro...
Jeanne asintió y cerró los ojos. Se quedó callada y no quise importunarla. Un par de minutos después comenzó a tatarear una canción de cuna. En mi corazón, había pasado una década desde que su celestial voz había llegado a mis oídos. Aguanté las lágrimas por enésima vez. Su melodía me transportaba a las tardes de té y naipes en Quebec, a la escuela del poblado, a los abrazos de Wenonah.
— Continúa... — le pedí en un susurro.
A medida que su canto se extendía y aumentaba el volumen, los hombres de Desagondensta se quedaban quietos. Hasta los caballos se calmaron y se me puso el vello de punta al notar múltiples ojos escudriñándonos. Ni siquiera su líder intentó pararla: estático, nos oteó con el ceño fruncido. El ambiente se cargó, enmudecido. Su voz era la infancia perdida, el incondicional calor de una madre, las raíces... Éramos oponentes, o al menos actuábamos como tal, pero todos habíamos sido niños. Todos echábamos de menos a nuestros padres. Los míos habían muerto por enfermedad, llenos de comodidades, de mayordomos frenéticos y médicos eruditos..., ¿cómo habrían perecido los suyos?
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(PRONTO A LA VENTA) Waaseyaa (I): Besada por el fuego
Historical FictionEn los albores de la lucha por los territorios conquistados en Norte América, Catherine Olivier, una joven francesa de buena familia, viaja hasta Quebec junto a su hermana Jeanne para iniciar una nueva vida. Sufragada por sus propios miedos y pérdid...