Miikawaadizi - Ella es bella

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Tras tomarme las medidas, Jeanne y yo escogimos los patrones que más nos gustaron, así como los complementos que combinarían con mi atuendo cuando estuviera terminando, y compramos las telas necesarias para la confección. Los vestidos estarían listos en una semana, lo cual me sorprendió y me hizo entender las profundas ojeras que surcaban el rostro del señor Lombard y de su esposa. Mi hermana sacó la bolsa de monedas que le había entregado Antoine y pagó sin inmutarse, levantando algún que otro murmullo mal disimulado entre el resto de mujeres que ojeaban el género textil. En aquellas tierras vivían familias de alta alcurnia, pero la mayoría de ellas no poseían el estatus necesario para permanecer en París. Un legado de sangre azul no partiría al Nuevo Mundo así como así, Francia era el lugar idóneo para vivir entre ponche y comodidades. Quienes estábamos en Quebec aun poseyendo los medios económicos para no tener que trasladarnos de nuestra patria, lo hacíamos porque estábamos huyendo. Observar cómo Jeanne extraía toda aquella cantidad de dinero levantó ampollas entre las que anhelaban los paseos por los extensos jardines de sus fincas, por la memoria de aquellos años nobiliarios.

— Gracias por todo, señor Lombard — se despidió antes de que abandonáramos la tienda.

Salimos al exterior y me encogí un poco sobre mí misma al recibir el gélido clima de las calles. El invierno estaba comenzando y Antoine no paraba de decirnos que nevaría de un momento a otro. Yo esperaba con ansias aquel día. Sin embargo, el movimiento continuaba siendo igual de frenético. Pasamos por el seminario, cuyas clases habían terminado durante aquella mañana, y varios jóvenes estudiantes nos saludaron, aunque mirándome siempre a mí. No conocía a ninguno de ellos y me produjeron estupor.

— Un académico no sería un mal partido — dejó entrever Jeanne entre risas mientras caminábamos rumbo a Notre-Dame.

— No conozco a ninguno de esos jóvenes — me quejé.

— Por algo se empieza. Ellos sí quieren conocerte — bromeó. — A mí ya ni me miran, parece ser que es de sobra conocido que soy una mujer casada.

A paso ligero, atravesamos el gabinete del gobernador y me cansé de tener que devolver el saludo a tal cantidad de oficiales. Retuve en la retina el aumento de soldados que había experimentado la ciudad en cuestión de semanas, pero todavía seguía intranquila por lo ocurrido con aquella joven costurera y no le di demasiada importancia. De pronto, alguien me saludó en un grito. Jeanne y yo nos detuvimos en el acto para averiguar de dónde provenía aquella voz y vi cómo Henry Samuel Johnson avanzaba hacia a mí.

— ¡Señorita Catherine!

Jeanne se escandalizó por la cercanía con la que el mercader me besó la mano, casi abalanzándose sobre mí. A decir verdad, su aspecto desaliñado no favorecía en la primera impresión que aquel hombre despertaba. Llevaba una barba de varios días y el pelo sucio. Alrededor del cuello portaba un pañuelo rojizo. Iba abrigado con una ancha piel que enseguida, gracias a las enseñanzas de Claude, supe que sería de oso. Las altas botas, hasta la rodilla, le conferían una estatura mayor de la que yo gozaba. Aun así, poseía unos ojos preciosos; le embellecían el rostro envejecido por la mala vida.

— Buenos días, señor Johnson — le saludé, un poco abrumada por su entusiasmo.

— ¿Qué hace usted aquí? — se interesó.

Estaba mascando tabaco y la velocidad de su boca se redujo cuando vio a Jeanne a mi lado. Se la quedó mirando durante unos segundos totalmente quieto. Repentinamente reservado, corrigió su postura y apartó los ojos de ella.

— Estábamos comprando algunas telas. Ahora marchábamos hacia la iglesia — dije, analizando sus movimientos —. Esta es mi hermana mayor, Jeanne Clément.

Se la presenté y ella le inclinó el rostro con elegancia. Él no se atrevió a besarle la mano y me resultó divertido que alguien tan aparentemente rudo y mordaz como Henry Samuel Johnson hubiera caído en el embrujo que significaba mi hermana. La observaba como si hacerlo se tratara de una ofensa y descubrí un afán de delicadeza y fascinación en su semblante.

— Así que usted debe de ser la esposa de Antoine Clément... — apuntó.

— Así es. Un gusto.

Tuve que carraspear para que él retomara nuestra conversación.

— ¿Resultaron favorables las ganancias de la subasta?

— S-sí, ¡sí! — tartamudeó —. Las mejores en años. No tuve la oportunidad de darle las gracias como es debido. Espero que nuestros modales no la atemorizaran y desee asistirnos en la subasta que se celebrará en primavera. Creo que se ha convertido en nuestro amuleto de la suerte — me sonrió. Al descubrir que aquel hombre había sido uno de mis compañeros durante la subasta, Jeanne lo escudriñó con comedida curiosidad —. Nos acordamos de usted mientras conseguíamos tratos más allá del lago. Justo hoy volvemos de una campaña. Thomas está ansioso por contarle todo.

— Será un placer acompañarles en primavera — comenté.

Me hacía muy feliz que alguien como él, quien no había estado muy de acuerdo con mi presencia en un principio, se mostrara tan cariñoso. Lancé un rápido vistazo al fusil que cargaba a la espalda, junto con las bolsas de pólvora que llevaba en el cinto, y me cuestioné cuántas veces habría tenido que usarlo. Como Thomas Turner, a mi edad ya habían experimentado gran parte de las miserias del mundo. Sus conocimientos eran distintos a los que yo estaba acostumbrada. Quizá no supieran de los poemas de Ovidio o de los últimos descubrimientos en medicina, pero eran doctos en otras útiles materias.

— Debemos de seguir con nuestra marcha, la misa comenzará dentro de poco — dije.

— Por supuesto, no deseo retrasarlas. Espero verla pronto, señorita Catherine — me hizo una reverencia. Por la rigidez con la que la llevó a cabo, aposté a que no había practicado aquel saludo con asiduidad. Pasó a despedirse de Jeanne y sus movimientos se volvieron todavía más desastrosos —. Encantado de conocerla, señora Clément.

Reprimí una risa mal disimulada al notar el temblor en su voz cuando se dirigió a ella.

— Lo mismo digo. Me hace feliz el aprecio que sienten por mi querida Catherine — le sonrió con amabilidad —. Espero verles pronto en nuestra casa para tomar un té.

El rostro de Henry Samuel Johnson palideció ante la invitación repentina de Jeanne.

— Se-será un enorme pla-placer.

— Así será — amplió su sonrisa.

Nos despedimos de él con educación y reanudamos nuestro trayecto. Volteé un poco el rostro para verle y lo encontré parado en el mismo sitio, como si todavía estuviera asimilando la hospitalidad de mi bella hermana. Él era un hombre poco acostumbrado a aquel trato. Por su parte, Jeanne caminaba sin percatarse, al menos exteriormente, de lo que había producido en aquel mercader. No era ninguna novedad: siempre había despertado intensas pasiones. La había visto rechazar a tantos hombres que llegué a admirarla por ello durante la infancia. Sin embargo, poco a poco fui descubriendo que no tomó aquellas decisiones libremente: nuestros padres eran los que tenían la última palabra. Me pregunté si llegó a rechazar a alguno sin desearlo verdaderamente. Si era así, había pasado a formar parte del pasado. Era una experta en rehusar sus atenciones sin implicarse emocionalmente. Además, ya no tenía necesidad de buscar un esposo; amaba a Antoine. Se me borró un poco la sonrisa del rostro al darme cuenta de que Henry Samuel Johnson carecía de oportunidades para con ella. "Se le pasará", pensé.

Llegamos a la iglesia y entramos en silencio. La misa acababa de comenzar y nos sentamos en los bancos del área central. Me cubrí el rostro con la mantilla y nos santiguamos. Había bastantes mujeres esparcidas por el interior de la basílica y todas escuchaban al clérigo con atención. No tardé en reconocer que era Denèuve. Todas parecíamos estar cortadas siguiendo el mismo patrón, lúgubres y cubiertas. Agaché la cabeza y, como era costumbre en mí, no presté atención a su sermón, perdida en mis propias oraciones. Jeanne buscó mi mano y la entrelazó a la suya. Por primera vez, pedí por Wenonah. ¿Tendría ella derecho a la salvación ante Dios?

(PRONTO A LA VENTA) Waaseyaa (I): Besada por el fuegoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora