Nibo - Él muere

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— Conforme más la conozco, menos apuesto por su cordura — bromeó Thomas Turner durante las curaciones de Florentine.

— Podías haberte hecho heridas graves — se quejó Jeanne, cruzada de brazos.

Tenía el cuerpo repleto de moratones y cortes. Sin embargo, seguía sin importarme. Había logrado domar a mis temores y me había impuesto a ellos.

— Se parece a ti — apuntó Antoine, tranquilizándola.

— Deberías quedarte descansando... — lo ignoró.

— Tengo que enseñar en el poblado — dije simplemente.

Había sido una gratificante escena ver sus expresiones al percatarse de que iba vestida con la ropa de Antoine. El arquitecto había abierto la boca hasta el suelo, mientras que Florentine había decidido reducir su sorpresa al acto de santiguarse. Por el contrario, mi hermana todavía no había estallado en cólera.

— Le quedan bien los pantalones — estalló en una carcajada el mercader.

— De ningún modo — intervino Jeanne —. No puedes andar por ahí vestida como un hombre, por el amor de dios.

— Relájate, cariño. Nadie va a montar un escándalo por esto — se rió Antoine.

Estaba convirtiéndome en alguien valiente, pero no lo suficiente para aventurarme a plena luz del día travestida. A cualquier precio aprendería a montar con la ropa dictaminada como adecuada, por lo que subí a asearme y vestirme. Tras hacerlo, el señor Turner y yo nos dirigimos al poblado para afrontar un nuevo día.

— Creo que necesitará mi ayuda para subir... — comentó él con disimulo.

Yo sopesaba cómo iba a hacerlo con el ancla que suponía mi cancán.

— Solo la impulsaré. El resto lo hará usted.

Una ráfaga de pesar se apoderó de mí cuando el mercader adelantó una rodilla, de la misma forma en la que Namid lo había hecho, para que me apoyara sobre ella.

— ¿Se encuentra bien? — frunció el ceño.

— S-sí, no es nada — carraspeé.

Los huesos me pedían a gritos auxilio, mas los ignoré. Con el amparo de Thomas Turner, elevé todo mi peso y tuve que parpadear varias veces al ser consciente de que estaba sentada sobre Algoma.

— ¿Y ha ejercitado estas capacidades ecuestres a lo largo de una sola noche? — se rió, atónito. Yo asentí, sofocada —. Será cierto que lleva usted sangre india en las venas — me sonrió —. En marcha, señorita Catherine.


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Mi aparición a caballo causó sensación entre mis queridos convecinos indígenas. Wenonah fue de las primeras en aplaudirme, dando saltitos de alegría. Honovi, alertado por el revuelo, salió de su tienda sin el tocado de plumas. Su amplia sonrisa fraternal fue la que mejor que hizo sentir. Por primera vez, Ishkode parecía sorprendido.

— ¡Saludos, hermanos! — nos saludó el líder —. Es usted una caja de sorpresas, señorita Catherine.

Desde la puerta de su tipi, Onida me escudriñaba con cierta melancolía. Ambos estábamos pensando en su hijo. Namid hubiera celebrado felizmente mi éxito. Pero no estaba allí para poder verlo.

— Aaniin, nisayenh — estreché a Inola con cariño cuando éste me asistió para descender.

Frío como era, sobre todo si había otras personas delante, me dio dos toquecitos en el cabeza. No obstante, yo sabía que en su corazón él también estaba sonriéndome.

(PRONTO A LA VENTA) Waaseyaa (I): Besada por el fuegoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora