Indaashaan - Ven aquí

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Agradecí que Namid, al igual que yo aunque sin saberlo, prefiriera pasar nuestras últimas horas juntos en su tienda, sin nadie más que pudiera interferir. Me agasajó, haciéndome sentar sobre las pieles más numerosas y blandas de su tipi, cerca del fuego, y se marchó a conseguirnos algo que llevarnos a la boca de entre los restos de la cena común que se estaba llevando a cabo.

Tenía las sienes cargadas, como si un martillo estuviera golpeándolas constantemente, por lo que me deshice las trenzas que me había hecho Huyana y solté mi cabello, desenredándolo con los dedos. En soledad, saqué la carta de las enaguas. Deseé que se hubiera roto en mil pedazos y así no tener que entregársela, pero seguía de una pieza, recordándome amargamente que al amanecer me despediría hasta saber cuándo de mi hogar. Era irónico pensar que aquel continente inhóspito se había convertido en un lugar al que regresar apasionadamente. ¿Quién me lo hubiera dicho?

Me sentía triste, alterada por lo que podría avecinarse, mas también nerviosa por la intimidad a la que tenía que hacer frente en aquellos precisos momentos. El aire me enunciaba que algo ocurriría entre nosotros aquella noche. Desconocía si estaba preparada para lo que pudiera pasar. Sin embargo, intenté emborronar conjeturas que solo me impedían disfrutar del momento presente y guardé de nuevo la carta, doblada cuidadosamente, en el mismo sitio. Esperé a que Namid volviera, a decir verdad estaba hambrienta. Lo hizo más tardíamente de lo que había supuesto, pero le sonreí de oreja a oreja nada más verle entrar. Cargaba una rudimentaria olla pequeña en la mano derecha, mientras que la izquierda la tenía oculta tras la espalda, como si portara un regalo que quisiera esconder. Se sentó frente a mí y vi que el cuenco estaba repleto de gachas de avena y trozos de ciervo asado. Se me hizo la boca agua, tanto que no insistí en averiguar qué ocultaba. Rápidamente me lancé a comer, consciente de que en su presencia los modales de dama de buena cuna eran innecesarios, hasta risibles, y saboreé aquella estupenda carne. Él anduvo hasta su mediano barril de agua y depositó el misterio objeto en el baúl. A continuación llenó dos vasos de madera y me ofreció uno para calmar mi sed.

— Es un manjar. Miigwech, nisayenh — continué devorando, ajena a mis dedos llenos de suciedad y mi apariencia desaliñada.

Namid me inclinó el rostro con afabilidad y comenzó a comer. Lo hicimos en silencio, mirándonos de cuando en cuando. Él parecía ansioso por algún motivo y pensé que quizá tuviera que ver con nuestra decisión de no unirnos al resto de la tribu. Cuando hubimos acabado, me impidió que me levantara para recoger: se apresuró en hacerlo él mismo y me ofreció un cuenco de agua fresca con hierbas para que me aseara las manos manchadas de grasa. Era, como se decía en mi tierra, todo un caballero.

— Gigaabin — siseó de sopetón al volverse a sentar.

Yo fruncí el ceño sin comprender y él se llevó las palmas de la mano a los ojos, cubriéndoselos.

— ¿Quieres que cierre los ojos? ¿Así?

— Ina, ina — asintió.

— ¿Por qué? — me asusté.

— Gigaabin — repitió, llevándome las manos a mi propia cara para cumplir con su propósito.

— ¿Qué estás tramando? — bufé de buena gana, ya invidente.

No era una cazadora, por lo que mis sentidos eran bastante pésimos. Le escuché alzarse y rebuscar, pero era incapaz de interpretar sus intenciones. Tensa, aguardé. Di un respingo cuando me tomó de las muñecas. Albergué la tentación de abrir los ojos, pero me contuve.

— Bekaa — susurró que esperara. Su voz sonó nerviosa y me intrigó todavía más.

Tras unos segundos me apretó las manos y supe que tenía permiso de recuperar la vista. Al hacerlo, vi a Namid entregándome un rudimentario ramo de flores silvestres. Sus ojos, reservados pero decididos, brillaban expectantes por mi reacción. Se sonrojó, mas no tanto como yo lo hice.

(PRONTO A LA VENTA) Waaseyaa (I): Besada por el fuegoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora