Niimi'idiwag - Ellos bailan

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— ¿Le apetece una taza de té?

Giré el rostro con indiferencia al diferenciar la voz de Étienne desde atrás. Ni siquiera lo había oído tocar a la puerta de la biblioteca. Llevaba un largo rato sentada frente al clavicordio, pero ni una sola nota había salido de entre mis dedos. Me encontré con sus ojos verdes y vi que cargaba una tacita humeante. Las sombras de sus rizos se avivaban más con la luz del candelabro.

— Gracias. No tenía por qué molestarse.

El ímpetu que me hacía esforzarme para ser comunicativa estaba bastante maltrecho a aquellas alturas del día, por lo que soné más áspera de lo normal. Él arqueó una ceja, probablemente pensando que le detestaba, pero no soltó la taza hasta que la acogí entre mis manos.

— No es molestia alguna — replicó con suavidad —; debe de estar disgustada.

A decir verdad, Étienne había sido un espectador privilegiado de lo ocurrido. No se había atrevido a intercambiar una sola palabra con Thomas Turner, pero era comprensible. El mercader no se apartó de mi lado hasta que Antoine y Thibault regresaron. Él les informó de todo lo ocurrido y, mientras que el primero palideció, el segundo continuó impasible. Su cariz acostumbrado me hizo cuestionarme si la situación de los indígenas en Montreal sería peor. Antoine se ofreció a averiguar más detalles y reclamar responsabilidades al gobernador, pero Thibault lo detuvo afirmando que solo empeoraría las cosas y que los indios debían de solventar sus problemas por ellos mismos. Agradecí sus abrazos.

— Creo que debo de pedirle disculpas por el día de hoy — susurré, hundiendo los labios y parte de la nariz en el caliente té.

— De ningún modo. No tiene por qué hacerlo.

Me resultaba extraño, aunque pertinente, que nos dirigiéramos el uno al otro con tanta formalidad. Sin embargo, su preocupación parecía sincera.

— ¿Le importa si me siento?

— En absoluto — contesté, a pesar de que quería estar sola.

Arrastró una silla hasta el clavicordio y observó con detenimiento la bolsa de piel que me había entregado el reverendo Denèuve.

— ¿Por qué le ha dado esos mechones? — no tardó en decir.

Étienne era como muchos otros blancos. Vivía en unas tierras de origen indígena, pero no sabía nada sobre ellos.

— Debo devolvérselo — comenté simplemente.

— ¿Puedo preguntar por qué? No pretendo ser grosero, es ignorancia — aclaró.

— Es complicado.

— Me esmeraré en comprenderlo — insistió con educación.

Cansada, resoplé y añadí:

— El cabello es algo sagrado para los ojibwa. Si lo pierden por alguna razón, sea en batalla o por enfermedad, es honor traerlo de vuelta y darle sepultura.

— ¿Cómo conoce tantos detalles sobre los salvajes? Lleva aquí poco tiempo, según me informó mi hermano.

— Leí los diarios de John Turner — no le miré, apurando el té. No me gustaba que personas ajenas a Jeanne conocieran mis secretos.

— ¿Turner? — frunció el ceño.

— John Turner, el padre del señor Thomas Turner. Vivió con las tribus.

— Entiendo... — asintió tras varios segundos —. Supongo que llevárselo de vuelta paliará de alguna forma su pérdida.

Quería pensar que sí.

(PRONTO A LA VENTA) Waaseyaa (I): Besada por el fuegoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora