Había intentado devolverle su libro a Thomas Turner, a pesar de que no lo había terminado, ya que no deseaba hacerlo, pero había insistido una y otra vez en que me lo quedara y lo dejara a buen recaudo hasta que él me lo pidiera. Para colocarlo de nuevo en su estantería, acudí a la biblioteca tras la cena y no pude eludir el interrogatorio de Antoine, quien me siguió hasta la intimidad de su espacio de estudio. Sabía que había entrado, pero no me di la vuelta.
- Catherine, me gustaría hablar contigo sobre un asunto importante, ¿tienes unos minutos?
Dándole la espalda, cerré los ojos con fuerza e intenté concentrar toda la serenidad que pude. Tras unos segundos, me giré para mirarle y me hizo sentarme a su lado. Me cuestioné cuánto duraría mi máscara.
- La bolsa de raíz de bardana era para ti, ¿no es cierto?
Habló sin tapujos y no tuve tiempo de trabajar en la expresión de mi rostro. Asustada, no supe qué decirle.
- Bien. – suspiró. – No se lo has dicho a nadie, ¿verdad? – negué con la cabeza. – Bien. ¿Fue aquel indio?
Sin poder controlarme, dos lágrimas agridulces cayeron por mis mejillas cuando asentí. Me sentía responsable por mi falta de honestidad.
- ¿El de la cicatriz? ¿Tienes la seguridad de que fue él? ¿Lo viste? ¿Le pediste que te las trajera?
Antoine cubría la posibilidad de que estuviera viéndome con aquel indígena. Me molestó que pudiera pensar aquello de mí, pero le había dado razones.
- No lo vi hacerlo. – dije con cansancio. – No le pedí nada.
Mi escueta explicación pareció tranquilizarle un tanto y añadió:
- Tengo la seguridad de que fue un agradecimiento por su parte. No le delataste cuando ocurrió aquello en el bosque, debió de sorprenderle que una blanca no lo acusara a la primera de cambio. Los ojibwa son gente honrada.
¿Debía confesarle que había venido a visitarme durante dos noches y que por ello había ordenado talar el nogal? Sentía náuseas.
- ¿Has vuelto a verle? Tienes que ser honesta, Catherine. Te prometo que no haré nada que lo perjudique, no tengo ningún motivo para hacerlo. Comprendo que quieras protegerle. Dime, ¿lo has hecho?
La misma rabia que me sobrecogió cuando entendí lo que significaban aquellas piedras se apoderó de mí en aquel momento. Yo no quería proteger a nadie, solo a mí misma. Aquel salvaje no era nada.
- Lo vi acercarse a la casa una noche. – apunté. – Estaba asomada a la ventana y lo vi. Mirándome desde el exterior. – recordé el rastro de sus piedras en mi faldón. – Enseguida se marchó a caballo. No lo he vuelto a ver desde entonces.
Había vuelto a mentir.
- Puede que fuera ahí cuando decidiera dejar la bolsa de bardana. Debe de estar agradecido. No obstante, entiendo que no se lo hayas contado a nadie. Yo tampoco lo haré. Creo que solo es un joven que estaba preocupado por tu salud y quería darte las gracias por no desconfiar de sus intenciones. Tu hermana se pondrá histérica si se entera. – me secó las lágrimas con cariño. – No llores, querida, no es culpa tuya.
Sí que lo era.
- Recuerda que debes contarme todo lo que ocurra. Son gente honrada, pero peligrosa. Nadie va a hacerte daño, mi niña, ¿confías en mí?
Dejé que me acariciara la mandíbula y asentí con esfuerzo. Que Antoine supiera parte de lo ocurrido disminuía mi carga, pero no la hacía desaparecer. Sin embargo, creí que la tala del nogal lo habría alejado de una vez por todas y nunca más tendría que responder a sus preguntas.
¿Estaba actuando justamente?
‡‡‡‡
La llamarada de la vela producía un juego de luces en la oscuridad de la habitación. Jeanne odiaba dormir sin algo que alumbrara la estancia y no emití queja. Estábamos las dos tumbadas, ella abrazándome por detrás y yo prestando atención a sus anécdotas con Antoine.
- ¿De qué habéis hablado en la biblioteca?
- De las directrices del médico. – respondí en un hilo de voz. — ¿Conociste a muchos oficiales en Montreal?
- Sí, cada vez hay más. – jugó con mis bucles. – Todos están desesperados por encontrar esposa.
- Creo que mis opciones de matrimonio se reducirán a oficiales. – suspiré.
- De ningún modo, pajarito. No eres una joven cualquiera, eres de buena familia. Es cierto que hay pocos hombres con títulos en esta región, pero si quisiéramos, podríamos hacer venir a una docena de otras partes de Canadá para que te conocieran.
- Preferiría que no. – la hice reír.
- No tienes por qué casarte con ningún oficial. Debes de casarte con quien ames.
- Tú no elegiste con quién casarte.
- No, no lo hice. Tuve suerte. – percibí que sonreía. – Pero era necesario que hiciera el sacrificio, estábamos en una situación desesperada en París. Ese no es tu caso: yo voy a casarme con Antoine y por fin tendremos una estabilidad. Tú no necesitas mendigar por un marido, no permitiré que lo hagas.
- Ojalá no tuviera que casarme.
- No digas eso, cariño. – me apretó más contra ella. – El matrimonio es una de las cosas más bonitas que existen. Podrás formar una familia y estar con la persona que amas.
- ¿Y cuándo sabes que amas a alguien? ¿Qué es? – me ofusqué.
- El amor significa querer al otro con todas sus virtudes y defectos, es aceptar a la persona tal y como es, sin reservas.
Me quedé reflexionando unos minutos sobre sus palabras. Desde luego, nunca había estado enamorada.
- ¿Quieres tú de esa forma a Antoine?
- Sí. – dijo sin dudar. – Y tú te casarás con alguien a quien quieras así. No importa cómo sea, simplemente debes de amarlo.
Entonces nunca me casaría. Me era imposible imaginarme queriendo a alguien de esa forma. Sin reservas..., era demasiado egoísta para ver más allá de mis propios defectos. Además, el amor no era libre como Jeanne decía, por lo menos mi corta vida me había enseñado que no lo era. El primo Gaspard se casó por intereses monetarios, mientras que su hermano Florian se enamoró ciegamente de una de las sirvientas y acabó suicidándose. Lo encontraron ahorcado en la bodega y ella perdió su empleo. Se llamaba Didiane. La había visto en escasas ocasiones, pero era bellísima. Decían que tenía sangre gitana. Poseía un cabello liso y largo de color negro azabache. Había estado trabajando en la casa casi desde que Florian nació, compartían la misma edad, pero sus vidas habían sido muy diferentes. ¿Qué habría sido de ella? Probablemente estaría casada con otro hombre, uno que estuviera a su alcance, y tendría muchos hijos. El amor no era libre. Sí que importaba quién era, su apellido, el color de su piel, las relaciones de su familia. Florian fue el único que lo comprendió, por eso prefirió suicidarse antes de ceder a aquel sistema. Lo hubiera podido tener todo, menos a Didiane.
"Menuda estupidez", me dije.
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(PRONTO A LA VENTA) Waaseyaa (I): Besada por el fuego
Historical FictionEn los albores de la lucha por los territorios conquistados en Norte América, Catherine Olivier, una joven francesa de buena familia, viaja hasta Quebec junto a su hermana Jeanne para iniciar una nueva vida. Sufragada por sus propios miedos y pérdid...