Gichi-manidoo - Gran Espíritu

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Todo a mí alrededor se transformó en un caos de pólvora y sangre. Los cañonazos impactaban sin parar en las diferentes dependencias del fuerte. Caían como bolas de fuego lanzadas por catapultas ocultas en el bosque que nos rodeaba. Las estructuras de madera se partían en miles de pedazos y tuve que taparme los ojos para que las astillas que se desintegraban en el aire no hirieran mi capacidad de visión. En la confusión del peligro, avancé sin una dirección concreta, colisionándome con múltiples soldados que estaban demasiado ocupados para hacerse cargo de una prisionera huida. Gritaban y gritaban, cargando las armas y acudiendo a sus propios cañones. Viré el cuello y analicé los desperfectos de las dependencias de las que había saltado: ambas plantas habían sido derruidas y solo restaba un montículo de desperfectos y cadáveres. Thomas Turner estaba debajo de toda aquella montaña y quise creer que la situación de los calabozos —bajo tierra— le habría permitido sobrevivir. Debía de conseguir un fusil antes de intentar liberarlo. No tardé mucho en conseguirlo: un casaca azul apareció muerto a mis pies y cogí su mosquete y municiones. Rápidamente me puse en guardia y medí mi siguiente paso. Los cañones continuaban destruyendo a diestro y siniestro, pero el regimiento francés ya había comenzado a responder con el mismo ímpetu. Sin embargo, aún no habíamos sido asaltados por civiles, lo que me extrañó. Los únicos ataques provenían del aire, lo que impedía la lucha cuerpo a cuerpo. La gran mayoría de milicianos se habían agolpado en los extremos de la todavía en pie muralla de madera, preparados para batallar a campo abierto en cualquier momento. ¿Dónde diantres estaban los caballos? Justo cuando estaba buscándolos, un aullido lobuno despertó mis sentidos. Miré a ambos lados de mi cabeza y, como un violento oleaje marino, un grupo de jinetes indígenas me pasó por delante. "Son ellos", se me detuvo el pulso. Había vuelto a encontrar a los míos.

— ¡¡Waaseyaa!!

Uno de mis compañeros de travesía, un joven ojibwa que carecía de orejas, me reconoció entre el tumulto y gritó mi nombre con estupefacción. Sin saber por qué, me sentí rescatada y reprimí las lágrimas. Con un perfecto oído, Ishkode percibió su llamada en medio del ruido y se giró con brusquedad sobre el caballo al tiempo que avanzaba.

— ¡¡Ishkode!! — clamé.

Nuestros ojos se encontraron y hallé sorpresa en ellos. Desconocía cómo había arribado hasta allí, hasta el epicentro mismo de la batalla, y su rostro se contrajo en una mueca de asombro y cautela. Lucía aún más atlético de lo que recordaba. No estaba dispuesto a inmiscuirse en sentimentalismos y me indicó desde la lejanía, sin necesidad de palabras, que debía adquirir un caballo y defenderme lo antes posible. Para él, yo siempre tendría un hueco entre sus filas. Albergué angustia por lo que la corona francesa planeaba hacerle.

— ¡¡Namid!! — volvió a gritar el mismo joven. Mi corazón se desbocó, rastreándolo en la borrosa muchedumbre que corría de aquí para allá —. ¡¡Waaseyaa!!

Amigo suyo como era, me señaló desde su posición para que Namid, desde donde estuviera, lograra encontrarme. Enseguida noté unas pupilas doradas clavándose en mi piel. A una distancia considerable, sobre Giiwedin, Namid me vio. Estaba más delgado y una ancha venda le cubría todo el costado. Su rostro parecía haber envejecido una década desde que nos separamos. Entreabrió la boca, como si estuviera en un sueño de mal gusto, pero un nuevo cañonazo impactó en la tierra. El estruendo fue volcánico y me lanzó hacia atrás, tirándome al barro. El interior de las orejas me chirriaba como una flauta desafinada y jadeé con dolor. Mareada, contemplé cómo Namid era obligado por las circunstancias a seguir cabalgando hacia el lugar desde donde se realizaría un contrataque directo. No dejó de seguirme con la mirada y sus labios se relajaron al ver que estaba a salvo. No había tiempo siquiera para gestionar las dudas sobre nuestro reencuentro.

"Thomas..., ¡tengo que salvar a Thomas!", me dije de pronto. Con aquella desesperada misión, me puse de pie a duras penas y corrí hasta los escombros del que había sido el lugar de mi cautiverio. Un par de casacas azules se fijaron en mis movimientos, pero siguieron accionando una y otra vez los cañones. Las llamas brillaban como estrellas fugaces con raíces. La desesperación me asoló cuando me encontré acorralada por restos arquitectónicos. Habían formado una alta capa que impedía rescatar a los heridos que se encontraban debajo. Inspiré un par de veces, intentando deducir dónde podría hallarse mi amigo, y sin más, empecé a retirar los restos demolidos. Mi empresa estaba destinada al fracaso, mas no podía aceptarlo.

(PRONTO A LA VENTA) Waaseyaa (I): Besada por el fuegoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora