La oscuridad de la celda era la misma que se acomodó en mi corazón. Profunda, enfermiza, devastada. Hecha un ovillo, con las muñecas enrojecidas por los grilletes, lloré hasta mis lágrimas formaron un riachuelo entre las grietas del suelo empedrado y sucio.
— Señorita Waaseyaa, señorita Waaseyaa...
Thomas Turner susurraba mi nombre con desesperación, pero yo ya estaba demasiado lejos para escucharle. Encadenados a paredes opuestas de aquel cubículo, era imposible tocarse. Aquellos malnacidos nos habían encerrado en las hediondas mazmorras que reservaban para los prisioneros y los desertores.
— Señorita Waaseyaa...
Era incapaz de pronunciar palabra. Desagondensta acababa de traicionarnos por dinero. Habíamos luchado, arriesgando nuestra vida, para defender aquella causa. Habíamos atravesado medio continente para unirnos a las tropas y reencontrarnos con nuestros amigos de armas. Sin embargo, él nos había vendido al mejor postor. De pronto, toda aquella guerra empezó a convertirse en un sin sentido, en una manipulación de los hilos movidos por los poderosos, y mi sacrificio perdió su aliento.
— Solo cinco minutos — escuché cómo el guardia susurraba.
Mi cuerpo se tensó y, en el momento en que supe que se trataba de Desagondensta, corrí hasta las rejas como una bestia salvaje. Los grilletes tiraron de mí hacia atrás, con una fuerza abrasadora, y caí al suelo. Thomas Turner gritaba, pero yo solo quería llegar hasta él y matarle. Me levanté casi a gatas, chillando palabras sin nombre, y me agarré a los barrotes. Las esposas me levantaron la piel. Había perdido toda esperanza y el fuego despertó en el alma del lobo. Con una ira capaz de despertar a un dios, le escupí, manchándole toda la cara.
— ¡¡¡Te mataré!!! ¡¡¡Juro que te mataré!!! — chillé, perdida.
Desagondensta, por primera y única vez, se echó hacia atrás, intimidado. Yo tiré de los barrotes con desesperación.
— Te mataré... — murmuré, llorando —. Te mataré...
Ya no podría luchar. Ya no podría vengarme. Ya no podría encontrar a Namid.
Él tragó saliva y, justo antes de despegar los labios, fue apartado por una sotana oscura. Con un instrumento metálico semejante a un martillo, el padre Quentin me golpeó los nudillos. Bramé con dolor y solté los barrotes, cayendo de nuevo hacia atrás. Las manos comenzaron a temblarme y los gritos de Thomas Turner resquebrajaron el espacio. Tres dedos de mi mano derecha se habían torcido y su martirio era inimaginable.
— Pensé que jamás volveríamos a vernos, señorita Olivier — dijo como si nada. Desagondensta estaba pálido como un muerto.
Alcé los ojos, casi sin respiración, y lo vi.
— Ha cambiado mucho, parece una salvaje.
Con mis últimas fuerzas, embestí por tercera vez los barrotes. Ya no sentía los huesos de la mano derecha. Los rotos gritos que emitía mi garganta eran como un gruñido del más allá.
— ¡¡No le haga daño!! ¡¡No le haga daño!!
Todos enmudecieron cuando supliqué por la vida de Namid. Incluso en aquel momento, deseaba por encima de cualquier cosa que él siguiera adelante. Si el padre Quentin se había molestado en instalarse en Fort Necessity y conseguir que nos arrestaran, también estaría entre sus planes acabar con el resto de sus enemigos. No podría seguir si Namid sufría un daño parecido al que estaba experimentando yo.
— ¡¡No le haga daño!! — repetí.
El clérigo forzó una sonrisa y Desagondensta me miraba con estupefacción.
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(PRONTO A LA VENTA) Waaseyaa (I): Besada por el fuego
Historical FictionEn los albores de la lucha por los territorios conquistados en Norte América, Catherine Olivier, una joven francesa de buena familia, viaja hasta Quebec junto a su hermana Jeanne para iniciar una nueva vida. Sufragada por sus propios miedos y pérdid...