Las sensaciones que experimenté cabalgando como si el viento nos llevara en un vendaval agresivo me tornaron descompuesta, con un mareo similar al que experimenté durante semanas sobre el barco que nos trajo a Quebec. Thomas Turner nos seguía a una buena altura, su caballo era más raudo de lo que mostraba, pero apostaba a que él no tendría náuseas. Namid había sobrepasado la llanura a una rapidez ímproba y no había tardado en introducirnos en el bosque. Nos sucedían decenas de árboles cuyas ramas solo se convertían en sombras a causa de la velocidad a la que galopábamos. Tuve que cerrar los ojos por el miedo que me produjeron sus formas: parecían miles de brazos intentando alcanzarme. Tenía un vacío en el estómago que no hacía más que aumentar a medida que acelerábamos. Creí que terminaríamos siendo golpeados por un abeto o algo peor. Por si fuera poco, Giiwedin debía de sortear los desniveles del follaje, las piedras, las raíces, y no paraba de dar saltos mientras avanzaba con nosotros sobre él. Cada vez que elevaba las patas, yo buscaba la mano de Namid, aterrorizada, y no podía evitar jadear como una niña asustada. Él me la estrechaba entre la suya y la llevaba a mi ombligo, escondiéndome en su cuerpo.
— Zagakim, nishiime — me susurró que me tranquilizara por encima del ruido.
Cuando sentí que salimos del bosque y lo dejamos atrás, abrí la boca en un gemido para poder respirar mejor el aire libre que se abría ante mí. Seguía estando mareada, todo giraba a mi alrededor, pero percibí cómo Namid aminoraba el paso. Giiwedin descendió el ritmo y aproveché para recuperar el aliento. Mi mano todavía seguía agarrada a la de Namid con urgencia.
— ¡Abra los ojos, señorita Catherine! — me gritó Thomas Turner.
Como aparentemente ya no había nada que temer, obedecí y despegué los párpados. Estábamos ante otra llanura desierta. Centré la vista y divisé un pequeño riachuelo que la cruzaba. De pronto entendí por qué el mercader me había pedido que empleara mi sentido ocular: había comenzado a anochecer y el cielo, totalmente despejado de nubes, nacía para acostarse entre un juego de tonalidades azul oscuro y rojas. Nunca había visto algo así, ni siquiera en Francia. Con lentitud, Namid siguió avanzando junto a Thomas Turner y tuve tiempo suficiente para admirar la belleza que descansaba sobre nuestras cabezas.
— Estas tierras tienen los mejores atardeceres y anocheceres que he podido contemplar — dijo.
Estaba de acuerdo con él, mas no dije nada, perdida en los colores celestes. Cuando quise darme cuenta, Namid había detenido a Giiwedin junto al arroyo para dejarle recuperarse de la carrera. Bajó del animal con soltura e intercambió un par de palabras con Thomas Turner, quien lo imitó. Estaba demasiado indispuesta como para interesarme en su conversación. Puse las manos sobre el lomo del caballo para lograr un punto de apoyo y no supe discernir si se estaban moviendo por los temblores o por los mareos.
— Señorita, debería bajar a tomar un poco de agua. No tiene muy buen aspecto.
Como si nos entendiera, Namid acudió a ayudarme a descender del animal. Sin darme cuenta busqué sus manos y él me las situó sobre sus hombros. Con aquel halo de protección que emanaba cada poro de su piel, me agarró de la cintura con las palmas abiertas y las cerró sobre el jubón al levantarme sobre mí misma y ponerme sobre el terreno liso. Perdí ligeramente el equilibrio y caí con todo el peso hacia su pecho. Rápidamente me aseguró entre sus brazos.
— ¿Está bien? — pude oír decir a Thomas Turner.
Huidiza, elevé el rostro y nuestras miradas se encontraron. Parecía estar casi abrazándome. Tenía unos ojos preciosos. No parecía decepcionado con mis flaquezas, más bien hubiera acertado al pensar que deseaba hacerme sentir bien a pesar de mi atroz capacidad ecuestre. Namid debía de ser un joven comprensivo. ¿Estaba sonriéndome con cariño?
— S-sí — tartamudeé —. Solo estoy un poco mareada — dije, apartándome de él. Me sentí súbitamente perdida sin su cuerpo; las piernas me temblaban, blandas como la arcilla sin secar, pero hice un esfuerzo y conseguí estabilizarme.
— Es normal. Hemos cabalgado muy rápido..., suele pasar si el jinete no tiene práctica — añadió —. Venga, tome un poco de agua.
Ambos caballos se acercaron al riachuelo y comenzaron a beber. Anduve hasta Thomas Turner y éste me ayudó a doblar las rodillas para tomar agua entre mis dos manos recogidas y llevármela a los labios cuarteados. Namid no tardó en unirse a nosotros. Capté sus pupilas crepitantes observar cómo me secaba la boca con la camisa blanca que sobresalía por la parte de la muñeca cubierta por el jubón. Aparté la cara y el mercader me hizo sentarme sobre la hierba, a su lado.
— Reposemos por un par de minutos.
Namid no se demoró en ponerse de pie de nuevo, sin un rastro de cansancio. Nos miró desde arriba y se quedó pensando antes de hablar. Thomas Turner le respondió con un asentimiento de cabeza y vi cómo desaparecía en el nuevo bosque que nacía del arroyo.
— ¿A dónde ha ido? — pregunté.
— A inspeccionar la zona. No sería agradable encontrarnos con oficiales por aquí. O con miembros de otras tribus, a veces buscan pelea — sacó varias hojas de tabaco de su chaleco — ¿Se encuentra mejor?
— Sí. Gracias — respondí, algo avergonzada.
— No se preocupe. Cuando esté lista podremos ir al lago. No se llega en caballo — se apresuró en aclararme al ver mi expresión de desasosiego —. Cruzando esas piedras de ahí, junto a la entrada del bosque: ese es nuestro destino. Es un sitio bonito. Le dije que sería bueno montar a caballo por estos parajes mientras cae la noche. Espero que podamos ver algunas estrellas.
Estaba anocheciendo a pasos agigantados. Poco a poco fui recuperando el color y mi vientre se relajó.
— ¿Sabe su nombre? El de ese indio.
Me tomé mi tiempo para responder, indecisa.
— Se llama Namid.
— El que baila con las estrellas — sonrió —. ¿No le parecen bellos los nombres de los indígenas? Siempre están relacionados con la naturaleza o los animales. Al lado de un nombre como ese, Thomas Turner parece una broma de mal gusto. ¿Cómo sabe cómo se llama?
— Me lo dijo el reverendo Denèuve. Una de sus hermanas pequeñas acude a sus lecciones en la basílica.
— Yo conozco a sus hermanos mayores, han hecho algún que otro trato conmigo. El primogénito se llama Ishkode, fuego. El otro Miskwaadesi, tortuga pintada. Son chicos inteligentes.
Hasta la posición de mi cuerpo había cambiado al escuchar más detalles sobre la vida de Namid. Toda mi atención estaba puesta en las informaciones de Thomas Turner.
— Por lo que veo desea usted ser su amiga — dejó caer.
— Me salvó la vida — me excusé. Me angustiaba ser malinterpretada.
— Y él la suya — me miró con una sonrisa —. Así es cómo comienzan las amistades: a tiros — se echó a reír —. No voy a lapidarla por tener trato con los indios, si es lo que teme. Son gente noble. Todo iría mejor en este maldito paraje si más personas fueran como usted. No soy quien para meter las narices en las vidas de los demás, menos aún en la suya. Está claro que no busca hacerle ningún daño. Nunca juzgue a un libro por su cubierta, señorita Catherine.
La capacidad de acertar en el blanco de mi peculiar compañero siempre me dejaba sin palabras. Tragué saliva al deshacerme de la pesada carga de la mentira. Ya no tenía por qué seguir ocultándole que Namid y yo no éramos desconocidos. "¿Qué somos entonces?", pensé. Carecía de la respuesta por aquel momento, pero Thomas Turner no me repudiaría por anhelar trabar amistad con aquel salvaje. Repentinamente pensé en Jeanne, ¿ella aceptaría mis deseos tan fácilmente?
— ¿Puedo hacerle una pregunta? — carraspeé.
— Dispare.
— ¿Sabe qué edad tiene?
— Los indígenas no llevan una cuenta de los años igual a la nuestra, pero si ya ha superado la edad para acudir a la escuela de Notre-Dame debe de tener dieciocho o diecinueve años, quizá más. ¿Quiere que lo averigüe?
— No, no se moleste.
Debía de contenerme. Corría el riesgo de perderme en él y no encontrar el camino de vuelta a casa.
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(PRONTO A LA VENTA) Waaseyaa (I): Besada por el fuego
Historical FictionEn los albores de la lucha por los territorios conquistados en Norte América, Catherine Olivier, una joven francesa de buena familia, viaja hasta Quebec junto a su hermana Jeanne para iniciar una nueva vida. Sufragada por sus propios miedos y pérdid...