Agradecí que el padre Chavanel me entregara una taza caliente de hierbas medicinales para recuperar la normalidad del pulso. Insistí en quedarme hasta que todos los niños fueran recogidos por un adulto, preocupada por si algo les ocurría si me iba. Con los ojos hinchados como dos huevos duros, esperé a que Namid apareciera para marcharse de vuelta a casa junto a Wenonah, pero no lo hizo. Ella permanecía sentada a mi lado, bebiendo sorbos de mi propia taza, y aguantando el regalo de las hermanas Olivier sobre las piernas. No lo había abierto, como si quisiera hacerlo en privado, pero me había respondido al presente con un sentido beso en las manos. Yo tampoco quería que lo abriera allí, habían sucedido demasiadas cosas negativas. Para mi disgusto, el gozo que me había producido la expectativa de entregarle aquel detalle rebelde desapareció por completo.
— Señorita Catherine, la joven Wenonah va a marcharse con el padre de Mishiimin — me informó. Ziibi no se separaba de sus piernas.
Ella se alzó de un salto y me dio otro beso en la mejilla antes de echar a correr junto a su amiga y el padre de ésta. Era un hombre menudo y cubierto de pies a cabeza de cintos de cuchillos, lo cual me tranquilizó. Me dirigió una larga mirada y me inclinó el rostro en forma de saludo. Le respondí con el mismo gesto y me despedí de Wenonah con una sonrisa que intentó infundirle tranquilidad, sentimiento que ni de lejos albergaba. ¿Dónde estaría Namid?
— ¿Señorita Catherine?
La voz preocupada de Thomas Turner me tomó por sorpresa. Había aparecido de la nada, entre los niños que salían al claustro, y captó mis ojos enrojecidos y la lividez de mi rostro sin que yo pudiera esconderlos. Fue entonces cuando se dirigió al clérigo en un tono amenazante.
— ¿Qué ha pasado?
Quise responder, pero Chavanel se me adelantó. Sin una sola palabra, movió la barbilla para señalar a Ziibi y el rostro del mercader se contrajo en una mueca de descontento. Rápidamente volvió a mirarme, entendiéndolo todo.
— Gracias por intervenir, padre Chavanel — se limitó a decirle.
Bajé la vista cuando él llegó hasta a mí con un nudo en la garganta. Estaba avergonzada y no sabía por qué. Thomas Turner se sentó a mi lado, justo en el hueco que había ocupado Wenonah, y me miró con cariño.
— Tardaba mucho en salir y pensé que seguiría aquí. ¿Le ha hecho algo? — la agresividad que subyacía del timbre de su voz me produjo respeto.
"Sí", me lamenté. A decir verdad, sí me lo había hecho, no directamente, pero sí a costa de otros.
— No — aguanté las lágrimas.
— Malnacido... — inspiró.
Todo afán de conversación cesó cuando un familiar de Ziibi, desconocía quién, entró al aula y se encontró al pequeño escondido, sin su melena. Su semblante descompuesto me atravesó el alma. Parecía ser su hermano mayor. Lo guardó entre sus brazos y miró al clérigo, dolido. ¿Cuánto aguantaría aquel pueblo? ¿Cuántos meses faltarían para que alguno de ellos se tomara la justicia por su mano?
— Salgamos de aquí, no tiene por qué ver esto — me tomó de la muñeca con delicadeza. Hice un ademán de replicar, pero Thomas Turner me puso el abrigo —. Es mejor que nos vayamos. Dejémoslos a solas.
Con los pies pesados, lo seguí.
— Gracias, padre — murmuré al llegar al marco de la puerta.
Al hablarle, el ojibwa se percató de mi presencia allí. Ceñudo, escudriñó mis párpados al rojo vivo. Una parte de él me daba las gracias por, aparentemente, haber salido en defensa de Ziibi, pero otra, la que reposaba en el desconsuelo, me culpaba.
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(PRONTO A LA VENTA) Waaseyaa (I): Besada por el fuego
Historical FictionEn los albores de la lucha por los territorios conquistados en Norte América, Catherine Olivier, una joven francesa de buena familia, viaja hasta Quebec junto a su hermana Jeanne para iniciar una nueva vida. Sufragada por sus propios miedos y pérdid...