A pesar de que mi castigo había sido suspendido hasta nuevo aviso, no sentí la necesidad de salir al exterior. La discusión vivida con Jeanne solo había provocado incrementar mis deseos de pasar tiempo con ella; cada vez lo hacíamos menos. Por mucho que mis ideas sobre los engranajes que nos rodeaban estuvieran desplomándose a golpe de maza, la quería más que a nada en el mundo. Pasamos la mañana jugando a los naipes y toqué alguna pieza en el clavicordio para ella. A veces se animaba a seguir las notas con su canto y olvidaba por un momento que estábamos en Quebec. Estaba bellísima. Su cabello rubio cayéndole por los hombros con gracilidad. Las manos finas y suaves. El cuello largo y blanco. Los labios enrojecidos por el frío. Guardé su imagen en mi interior mientras pude, antes de que se quejara porque me la quedara mirando tan fijamente. Nos sentamos en el salón de té y Florentine nos atiborró a galletas de canela.
— Creo que ya comprendo por qué todos los corsés se te están quedando pequeños — apuntó, entre risas, al verme comer.
— ¿Debería de parar? — me detuve, preocupada.
— Por supuesto que no, pajarito — se rió —. Necesitabas ganar algo de paso. Parecías un esqueleto andante, sin ánimo de ofender. Come, come. Iremos a comprarte vestidos nuevos lo antes posible.
Yo sonreí, satisfecha con sus adulaciones, y fantaseé con las telas que querría escoger para mis futuros ropajes. Jeanne me observó el escote y subió hasta mis ojos tímidos.
— No llevas el colgante que te regalé — dijo.
Me llevé la mano al pecho y la baratija ojibwa golpeó los dedos.
— Lo guardé. No me gusta llevarlo puesto cuando trabajo en el huerto. No quiero extraviarlo.
Ella volvió a hundir la vista en aquella zona de piel descubierta y pareció cavilar qué comentar a continuación. No buscaba ofenderla. Había olvidado volvérmelo a poner tras los días de trabajo de jardinería y el alboroto de la subasta. Para mí ambos colgantes eran igual de preponderantes.
— ¿Cómo son?
Preguntó aquello con una tonalidad baja, sin mirarme directamente. Había pasado a fruncir el ceño, algo reticente, pero dispuesta a intentar averiguar qué era tan fascinante respecto a aquellos indios. Nunca había gustado de portar alhajas, ni siquiera las caras baratijas que mi padre se empeñaba en regalarme en mi cumpleaños, pero me había vinculado a aquel colgante ojibwa como si formara una parte indisoluble de mi persona. Agradecí que Jeanne se esforzara por intentar comprender. Estaba ciertamente arrepentida por su comportamiento.
— Ellos... — despegué los labios —. Ellos son...
De pronto, me encontré sin palabras. No sabía cómo describirlos. Me abrumaron los recuerdos fugaces y los susurros de Namid en el lóbulo de mi oreja. Cuando pensaba en ellos, era fácil soñar despierta. Mi mente viajaba a aquellos parajes, aunque no los hubiera contemplado, y notaba a Giiwedin bajo mi cuerpo.
— He conocido a algunos de ellos pero... — intenté reunir palabras que hicieran justicia a mis emociones —. Son un pueblo generoso y misericordioso. No piensan como nosotros..., es difícil de explicar. Son desinteresados, despiertos, dulces... No le dan la misma importancia a los aspectos de la vida que nosotros consideramos imprescindibles. Son todo corazón, sin vileza.
Así era Wenonah. Así era Namid. Así eran sus ojos.
— A veces parecen ser un elemento más de la naturaleza... Son... Ellos son...
"Deslumbrantes", pensé. Mágicos. Bellos en su sencillez. Todo aquello que el hombre debería de haber sido antes de la codicia, antes de sostener que el mundo le pertenecía por entero.
Me encontré sobrecogida por todas aquellas ideas que golpeaban mi mente en ráfagas desasosegadas y Jeanne me examinó desde su asiento con las pupilas sorprendidas. Parecía estar pensado que su hermana pequeña había enfermado, hechizada por los indígenas. Si era así, no me importó.
— ¿Quién es ese joven? — preguntó con cautela, sin saber muy bien cómo gestionar la información que yo le estaba proporcionando.
— Namid. Se llama Namid.
"El que baila con las estrellas", sonreí. Comandada por la ilusión que me producía poder decir en voz alta por fin todo lo que había experimentado aquellos días, hablé y hablé durante horas. Jeanne no me interrumpió ni una sola vez. Le conté lo que realmente había ocurrido en el bosque y cómo Namid me salvó. Le narré sus gestos, el calor de sus manos, cómo sus ojos se encendían cuando luchaba por enseñarme palabras en su lengua. Sin poder parar, le confesé las noches en las que había venido a visitarme mientras estaba convaleciente y la posterior entrega del té de bardana. Poco a poco, le expresé el pavor que me produjo y la razón por la cual lo protegí cuando los sirvientes abrieron fuego junto al nogal destruido. Ella me escuchaba absorta; la expresión de su rostro pasó de una seriedad dura a una media sonrisa fascinada. Se alertó un tanto cuando le hablé de Giiwedin y de la tutela de Thomas Turner. Todo su recelo desapareció al relatarle lo sucedido con Wenonah. Sus pómulos se enrabietaron e intervino después de mucho rato en silencio:
— ¿Aquello ocasionó que estuvieras tan disgustada cuando Antoine y yo regresamos por sorpresa?
Yo asentí y le detallé la impotencia que había sentido al presenciar lo que yo consideraba vejatorio. Ella pareció comprender en mayor grado que buscara a toda costa un pretexto para abandonar las lecciones de clavicordio. Le costaba creer que un hombre tan afable como el reverendo Denèuve fuera capaz de mantenerse de brazos cruzados cuando uno de sus compañeros de la orden ejecutaba aquellas prácticas tan indeseables. Por último, le hablé de nuestro último encuentro, el que ella y Antoine habían presenciado, y le hice saber que no lo había vuelto a ver desde el incidente del claustro y aquello me había mantenido en vilo. Procuré mostrarle todas y cada una de las cualidades que Namid poseía. Todas sus atenciones. Todos sus cuidados. Todo él.
En el momento en que terminé, con la boca desgastada, liberada, Jeanne esbozó una sonrisa lánguida. Clavó sus ojos en los míos. Pensé que añadiría algo más sobre los indígenas, pero se entretuvo en sus propios pensamientos y, sentida, añadió:
— Nunca más volveré a ponerte la mano encima.
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(PRONTO A LA VENTA) Waaseyaa (I): Besada por el fuego
Ficción históricaEn los albores de la lucha por los territorios conquistados en Norte América, Catherine Olivier, una joven francesa de buena familia, viaja hasta Quebec junto a su hermana Jeanne para iniciar una nueva vida. Sufragada por sus propios miedos y pérdid...