Salí de la cama a trompicones cuando escuché piedras golpear mi ventana. El corazón me dio un vuelco al saber que se trataba de Namid. Me puse las pantuflas de dormir con rapidez y envolví mi cuerpo en la bata de terciopelo marrón. Me acerqué a la ventana y divisé a Namid bajo ella con expresión divertida. Aún estaba oscuro, pero las líneas del amanecer comenzaban a sortear la noche. Me sentí ridícula tras saludarle con las manos como una niña ilusionada. Sin embargo, no tardé en preguntarme cuál debía de ser mi siguiente paso. Él había acudido a mí con el pretexto de verme, por lo que yo tenía que encontrarme con él en el jardín trasero. Me sentía como una adolescente flechada por el amor juvenil, como la Julieta que esperaba a su Romeo en el balcón, en esas historias que Jeanne me contaba antes de acostarme.
Movida por ese ensueño, anude el batín a la cintura y salí de la casa a hurtadillas. Todos estaban durmiendo, incluida Florentine, y rompí mi palabra de no guardarle ningún secreto cuando descendí hasta llegar al jardín trasero. Namid estaba esperándome junto a Giiwedin en la cerca y sonrió enigmáticamente al verme aparecer. Con sigilo, llegué hasta ellos y el caballo relinchó, reconociéndome.
— Aaniin, nishiime — me saludó con un murmullo.
— Aaniin, nisayenh — le respondí, sin importarme que él pudiera verme tan descubierta y desaliñada. Solo deseaba dejarme llevar por ese afán de libertad que durante tanto tiempo me había sido vetado.
Sentía más miedo del que me permitía reconocer, pero no opuse resistencia cuando él me subió al caballo con ligereza. Giiwedin volvió a relinchar y yo arqueé un poco la espalda para poder acariciarle el lomo con las manos abiertas. Namid aguardó a que volviera a recuperar la verticalidad para montar él, tras de mí. ¿A dónde me llevaría?
"Ya no me importa", sentencié.
‡‡‡‡
Cabalgamos a buen ritmo por la llanura, bordeando el bosque, y me concedí levantar la vista del brazo que me agarraba por la cintura para disfrutar las vistas que íbamos dejando atrás. Si me relajaba, montar a Giiwedin era fantástico, casi como un beso. Namid parecía alegrado porque ya pudiera abrir los ojos y no estallara en chillidos sobre su caballo. Sus manos eran firmes, pero ya no me apretaban con tanta desesperación.
Reconocí el riachuelo en el que nos habíamos detenido con Thomas Turner para descansar. Una bandada de pájaros se abrió por el cielo medio anaranjado cuando nos oyó llegar. Giiwedin se detuvo en seco y yo no podía evitar respirar por la boca, algo mareada. Namid bajó de un salto y le dio una pequeña fruta para comer. Yo estaba algo rígida y me dolieron los huesos de los brazos cuando él me ayudó a descender. Me erizaba el vello de la nuca notar sus manos en mi cintura. Guio al animal hasta la orilla del río y me invitó a sentarme sobre la tierra. Él se tiró cuan largo era sobre la hierba antes de que yo lo hiciera. Estaba nerviosa. Sin embargo, terminé haciéndole caso. Nos sumimos en un silencio que a mí me resultó incómodo, pero del que Namid no parecía estar percatándose. Había cerrado los ojos y creí por un momento que se había dormido.
— Nibi. — rompí la tranquilidad señalando el agua que corría por el riachuelo.
Namid entornó los ojos y se incorporó levemente para sonreírme y asentir. Después se acercó más al río y juntó las manos para llenarlas de agua fresca. Me sobresalté un poco cuando acercó el líquido a mí y llevó sus manos a mi boca para darme de beber. Desconcertada, agaché los labios para introducirme el agua en la mandíbula. Un par de gotas se desprendieron en mi batín y él me sonrió más ampliamente antes de llevárselas a su boca. Observé cómo la nuez se deslizaba por su cuello a medida que bebía.
De nuevo, silencio.
— ¿Cómo se supone que voy a comunicarme contigo? — me quejé con agotamiento en voz queda.
Él me miró sin comprender y pareció buscar las palabras. "¿Qué palabras?", me lamenté. Alargó los dedos al musgo que nacía de las piedras del riachuelo y arrancó una flor que no fui capaz de distinguir.
— Waabigwan — me indicó.
— Flor — comprendí con ternura.
— Nishiime, waabigwan.
Dijo aquello señalándole y me sonrojé brutalmente. Yo no era ninguna flor. Efectuó un cumplido que de nuevo consiguió apaciguar las cicatrices que me hacían llorar cuando nadie podía verme.
— Yo no soy ninguna waabigwan — me reí.
La objeción de Namid consistió en situar la flor detrás de mi oreja con delicadeza. Podría haberse apartado, pero no lo hizo: sus dedos ardían en el lóbulo, quietos. Se me quedó mirando con aquellos ojos impenetrables y los sumergió en mi pelo hasta recoger la desaseada trenza que recogía mi larga cabellera cuando dormía. La adelantó a mi pecho y la tocó con celo. Yo estaba hechizada por cada uno de sus movimientos. Sin previo aviso, soltó la cinta que la mantenía a raya y deshizo los sinuosos caminos de mi cabello hasta dejarlo totalmente suelto. Parecía estar bajo un encantamiento cuando escudriñaba el rojo de mis rizos.
— Waaseyaa — murmuró.
Presa de un instinto, mi mano buscó la suya y se unieron sobre mi pelo. Hubiera podido alimentarme de aquellos ojos y todo lo demás no hubiera merecido la pena. Con la que tenía libre, la posó sobre la parte más alta de mi frente y la hizo descender lentamente por mis cejas hasta llegar al puente de mi nariz.
— Waaseyaa — susurró de forma casi imperceptible mientras lo hacía.
Conocía aquel ritual, lo había leído en los diarios de John Turner: Namid estaba bautizándome con un nuevo nombre, uno de su lengua. Los indios llevaban a cabo aquella ceremonia cuando alguien nacía o se unía a la tribu. Cuando se gozaba de uno, se pasaba a formar parte del clan.
Me hizo cerrar los ojos y las yemas de sus dedos desanduvieron el camino previamente trazado y regresaron a mi frente. Plegó el puño sobre ella y volvió a repetir aquel nombre del que yo no tenía ninguna pista. Todo lo que flotaba a mi alrededor desapareció en aquel efímero instante. Cuando despegué los párpados, él ya había dejado de tocarme. Sin saber por qué, palpé las lágrimas a punto de salir a borbotones. Namid señaló al frente con una media sonrisa y lo que vi fue un amanecer que me dejó sin aliento.
— Waaseyaa.
Aquel era el significado de mi nombre, tan rojizo como mis cabellos: primera luz del sol naciente.
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(PRONTO A LA VENTA) Waaseyaa (I): Besada por el fuego
Historical FictionEn los albores de la lucha por los territorios conquistados en Norte América, Catherine Olivier, una joven francesa de buena familia, viaja hasta Quebec junto a su hermana Jeanne para iniciar una nueva vida. Sufragada por sus propios miedos y pérdid...