Las travesías se sucedieron con la normalidad habitual a lo largo de una semana. Thomas Turner me trataba con afabilidad, a través de sus bromas mordaces, y aprovechábamos los pocos momentos de descanso para platicar sobre nuestras preocupaciones y pensamientos más profundos. Empezaba a descubrir que sí que gustaba de enunciar mis opiniones, de hablar sobre mí misma, con la compañía adecuada. El mercader me escuchaba aunque yo pensara que mis palabras eran vacuas y sin sentido..., las dotaba de una importancia entrañable. No obstante, cuando llegaba la noche, él se iba con cualquier excusa y dormía lejos de mi alcance, tanto que no volvía a verlo hasta el amanecer. Me evitaba constantemente. Ninguno de los dos se había atrevido a bañarse, ni siquiera a sabiendas de la ausencia del otro. Las clases de lucha habían cesado y yo extrañaba más que nunca los abrazos de Jeanne.
Con mi cabello grasiento y mis uñas llenas de mugre, avanzamos sin contratiempos. Thomas Turner conocía los caminos como si los hubiera creado y, gracias a sus atajos, no nos cruzamos con nadie durante siete días. De cuando en cuando se advertían tiros a lo lejos, cañonazos, y él me tranquilizaba diciendo que serían casacas azules practicando. El reencuentro con la civilización pudo ser aceptado paulatinamente: a unas cuantas lunas del lago Ontario, la presencia de los soldados se hizo ineludible y supuse que nuestra aparente paz estaba llegando a su fin.
— Es un destacamento pequeño. Acampan aquí porque son zonas conflictivas. Ya sabe, los salvajes — me susurró mientras nos aproximábamos a un grupo de unos veinte miembros del ejército francés.
Habían erigido un par de tipis y la gran mayoría de ellos jugaban a los naipes en barriles vacíos que se habían convertido en mesas de divertimento. Los primeros en vernos dejaron de lustrar a los caballos y corrieron hacia nosotros con las armas envainadas.
— Quédese callada, yo hablaré. Si le preguntan, es David, mi ayudante — me advirtió. En el momento en que los tuvimos enfrente, cambió su expresión a una más afable y les saludó con gestos exagerados. Thomas Turner daba inicio a su función —. ¡Queridos señores! — les hizo una reverencia con el sombrero, chapurreando un pésimo francés —. ¡Buenos días!
Me contuve la risa y vi cómo ellos lo observaban con cierta extrañeza y superioridad.
— ¿Quiénes son y a dónde se dirigen?
— Mi nombre es Thomas Turner, soy comerciante de pieles. Este crío es mi ayudante, David — me señaló con indiferencia, hablando en inglés.
Uno de los soldados me taladró con la mirada. El sudor me caía por la nuca. Temía que descubrieran que era una mujer. Intentando ocultar mi temor, les incliné el rostro.
— Son ingleses — reparó su acompañante.
— Vivimos en Nueva Francia, somos humildes trabajadores. David habla francés.
— ¿David qué más? — inquirió.
— El pobre inútil es huérfano. Su madre era una fulana de...
— Suficiente — le cortó —. ¿Qué hacen un comerciante de pieles y su ayudante viajando hacia el sur?
— ¿No saben que estamos en guerra? — intervino el otro.
— Con guerra o sin guerra, necesitamos comer — respondió. Mentía tan bien que me era difícil no mirarle con admiración.
— ¿Y dónde demonios pretende conseguir las pieles? Un comerciante debería saber que todos los negocios se están llevando a cabo en la Bahía de Hudson.
— ¿Está acaso prohibido viajar? Es por nuestra cuenta y riesgo — repuso. Más asustada aún, me escondí con los hombros caídos —. Además, un comerciante debería saber que no es temporada de caza de reses ni de venta, sino de obtención. ¿Qué malditos búfalos voy a matar si todos los poblados están carbonizados? Partimos hacia donde hay sustento.
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(PRONTO A LA VENTA) Waaseyaa (I): Besada por el fuego
Historical FictionEn los albores de la lucha por los territorios conquistados en Norte América, Catherine Olivier, una joven francesa de buena familia, viaja hasta Quebec junto a su hermana Jeanne para iniciar una nueva vida. Sufragada por sus propios miedos y pérdid...