Gitigaan - Jardín

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Los preparativos de la boda de Jeanne ocupaban cada uno de los pensamientos de los habitantes de la casa. El sastre había acudido a visitarnos dos veces durante aquella semana y necesitaría volver a tomarle medidas en los días siguientes. Aparte de él, el viejo clérigo galés nos había habilitado una de las más envidiadas iglesias de Quebec para que pudieran celebrar su enlace por todo lo alto. Antoine no parecía preocupado por los gastos, es más, deseaba satisfacer a su futura esposa por encima de todo. La fastuosidad de aquella ciudad estaba muy por debajo de la de París, por lo que había organizado un delicioso viaje de bodas al lago Ontario para suplir las carencias que Jeanne palparía inevitablemente. Faltaban demasiadas cosas por organizar todavía.

- ¿Ha encargado el queso que le pedí?

Yo no prestaba ninguna atención al interrogatorio que mi hermana mantenía con la cocinera. Apoyé la barbilla en la palma de la mano y suspiré, llenándome los nudillos de aire aburrido. La pobre sirvienta, que no sabía ni leer ni escribir, recurría a su memoria para tener todas sus demandas en cuenta y las olvidaba en ocasiones. Asentía con apuro y Jeanne agarró el trozo de papel que le entregué para anotarle las directrices que debía llevar al mercado de la ciudad. Solo tenía que hacer llegar la nota, no implicaba complicación alguna. Al ver mi gesto comprensivo, la cocinera me sonrió con agradecimiento y giré el rostro, evitándola.

- Necesito un poco de aire fresco. Estaré en el huerto.

Jeanne quiso detenerme, pero no fue capaz. Llevábamos unas cuantas semanas viviendo lejos de Francia, pero mi estado de ánimo había empeorado. Me había hecho a la idea de que no sería capaz de adaptarme con la misma facilidad con la que mi hermana lo hacía, pero estaba preocupándoles con el agravamiento de mi melancolía. Me negaba a hablar con cualquiera que no fuera ella, a pesar de los esfuerzos de Antoine por presentarme a personas de distinta índole y edad semejante. Bien era cierto que me esforzaba por estrechar lazos con él, pero plagados en todo momento de una superficialidad enfermiza, como si tuviera miedo hasta de mi propia sombra. No podía confiar en nadie. Iba marchitándome poco a poco y no me importaba asistir a mi propia destrucción. Abandonaba mi habitación para matar las horas en el jardín trasero y aquel era el exclusivo recorrido en el que me dejaba ver. No había tocado la pianola ni una sola vez. No había ido a misa. Ni siquiera había visitado la ciudad.

Agradecía que Jeanne no quisiera ejercer ningún poder sobre mí, pero me impacientaba la conversación que continuaba pendiente. Con resignación, me dejó ir una vez más. Estaba encerrando una negrura dentro de mí que me llevaba lejos. Mi tendencia al silencio se había incrementado, como si ya no quedara nada de lo que hablar. Únicamente me comunicaba con Annie, mi querida niñera, en largas cartas que no le permitía leer a nadie y que le entregaba a Antoine para que las enviara en mi lugar. Poco a poco, mi alegría había ido fragmentándose hasta abocar en un vacío tan oscuro como mis apesadumbrados ojos. Jeanne desconocía cómo recuperarme, pero yo no quería que lo hiciera.


‡‡‡‡


Me sentía orgullosa de mis logros conseguidos en el jardín trasero. Había pasado de ser un lamentable trozo de desierto a estar repleto de flores y un huerto. No consentía que nadie se ocupara de él, aquel era mi territorio. Solo yo conocía el nombre de cada planta, de cada pétalo, y los tiempos de cada una de las verduras que había plantado días atrás. Tenía las manos, poco acostumbradas a la actividad, repletas de heridas que se convertirían en durezas, pero no me importaba en absoluto. A través de las tareas de jardinería, había logrado ocupar el tiempo y despejar la mente. Me consideraba útil y eso me hacía más feliz que cualquier otra cosa.

Me cubrí el vestido más viejo que poseía con un delantal que tomaba prestado de la cocina. El bajo de la falda estaba algo desgarrado y amarronado. Era una de las ropas que mi madre me regaló al cumplir los doce años, por lo que me venía más corto de lo habitual y dejaba al descubierto mis piernas hasta la altura del empeine. Jamás hubiera portado aquel atuendo en público, pero en mi jardín nadie me molestaba, se había establecido un pacto silencioso de no intrusión. Además, mi cuerpo no había cambiado mucho, por lo que, aparte de aquel detalle y del desgaste de la tela, no era excesivamente escandaloso. Me permitía moverme con mayor agilidad sin preocuparme por ensuciarme de barro.

Me anudé el delantal a la cintura y me recogí el cabello con despreocupación. Después, tomé un sombrero de paja y me lo puse, junto con unos guantes desteñidos. La azada pesaba considerablemente para alguien de mi tamaño y fuerza física, pero me agradaba el dolor que se apoderaba de mis músculos tras usarla. La cogí con ambas manos y bajé los escalones. Mis zapatos se hundieron un tanto en el lodo, había llovido el día anterior. Era un buen momento para arar la tierra y airearla. Me encargaría del huerto en último lugar.

La levanté por encima de mi cabeza y la hundí en la tierra húmeda con brío, una y otra vez, hasta adquirir un ritmo que me permitía respirar y labrar al mismo tiempo. Por medio de los golpes que se introducían en la carne de la naturaleza, liberaba la tristeza. En cada estocada, concentraba mi aflicción y la afrontaba con furia. No estaba a mi alcance expresar lo que me atormentaba, tampoco chillar a los cuatro vientos que no entendía por qué estaba mal recordar a mis padres, ni lo perdida que me sentía, así que aquella azada había terminado por convertirse en mi mejor amiga. Llevándome hasta la extenuación alcanzaba una paz temporal que me ayudaba a seguir adelante.

Gotas de esfuerzo caían por mi frente y cuello. Me las limpié con el brazo y me incorporé para recuperar el aliento. Con la espalda dolorida, calculé cuántas pequeñas parcelas me restaban. Mis sagaces pupilas alcanzaron la cerca que marcaba el límite con el exterior y un indio se apareció ante mí.

Un indio me estaba mirando.

Me llevé las manos a la boca, atemorizada, al percatarme de que no estaba a solas. La azada se precipitó al suelo con sequedad. Quise gritar para pedir ayuda, pero me quedé paralizada, observando a aquel salvaje que, con alarmante probabilidad, había estado espiándome durante minutos.

- Márchate. – balbuceé.

Era un ejemplar considerablemente alto. El tono de su piel se asemejaba a la terracota, pero no supe discernir si era por la suciedad de su raza o por otra razón. Brillaba en contraste con la larga cabellera oscura, bruna como el pelaje de un cuervo. Me inquietó seguir observándolo, pero nuestras miradas se encontraron ineludiblemente. Él deseaba que lo mirara, por eso había acudido allí en soledad. Me sobrecogí al sentirme atrapada en unos ojos rasgados, en una media luna turbadora que me despojaba de todo lo que me cubría con descaro.

En un acto reflejo, me eché hacia atrás y las piernas me fallaron, haciéndome caer. Él no movió ni un solo músculo ni hizo ademán de impedirme la huida. Simplemente me contemplaba sin pretensiones. La seria expresión de su rostro se concentraba en la tensa mandíbula y en la cicatriz que adornaba su labio superior y que le confería un aire peligroso.

Siguió quieto cuando me levanté de bruces y corrí adentro.


(PRONTO A LA VENTA) Waaseyaa (I): Besada por el fuegoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora