Las palabras de Thomas Turner me afectaron más de lo previsto. Terminé la cena con rapidez y subí a mi habitación sin que tuviera tiempo para recoger el libro de la biblioteca y la amenaza que suponía las ganas de devorarlo hasta que amaneciera fuera en aumento. Podía escuchar como si fuera ayer las palabras que solía decir mi tío: "Deja de soñar, querida Catherine, eso solo está reservado para las reinas". Y era cierto, yo no era ninguna reina, tampoco princesa, ni siquiera tenía padres. ¿Qué derecho tenía para sumirme en las ensoñaciones? Aquel comportamiento infantil únicamente me perjudicaría. Ya había desobedecido lo que era correcto para un joven como yo al acceder a leer aquellos diarios. La curiosidad había podido conmigo. Nunca me había interesado por libros sobre la historia de Francia y ahora me entusiasmaba con unas memorias sobre los indios. ¿A quién pretendía engañar? Jeanne se escandalizaría si lograba descubrirme. No debía de defraudarla más. Estaba enfermando por culpa de aquel maldito salvaje.
Florentine entró en silencio con las brasas para la cama y me encontró sentada sobre la alfombra. Al verme interrumpida, me levanté con rapidez y me disculpé. ¿Por qué demonios estaba pidiendo perdón? Conforme los días se sucedían, más confusa me sentía. "Echas de menos a Jeanne, eso es todo", pensé.
- La ayudaré con el vestido. – me dijo sin un ápice de escándalo.
Dejó la cazuela metálica sobre el tocador y empezó a desvestirme con monotonía. Se dio cuenta de que uno de los seguros del corsé no cerraba bien, dado que había aumentado de peso, pero no pronunció palabra. Me alcanzó la camisola de dormir y me la puse al ritmo que ella guardaba mi armatoste de telas en el amplio armario que había justo al lado del ventanal.
- Ha abierto las ventanas. ¿No tendrá frío?
- No. Me ayuda a dormir. – respondí. Me aterraban más los ruidos que producía el aire acosando al cristal que tenerlas abiertas. – Puede llevarse la llave. – Ella obedeció y se la guardó en el bolsillo del delantal. – Ayer escuché ruidos, creo que eran las ramas al golpear la ventana, y no descansé bien.
- Le dije al señorito Antoine que debíamos de recortar aquel nogal. Parece que va a llegar al cielo. Es muy viejo, tiene más años que yo.
Su comentario me hizo reír. Parecía agradecida con mis explicaciones. Me ayudó a meterme en la cama y me tapó con las mantas, situándome el recipiente con las brasas cerca de donde terminaban mis pies. Le di las gracias y dijo:
- Querría leerle algo antes de dormir como hace su hermana, pero no sé.
Aquella muestra de aprecio y sencillez me conmovió hasta la médula. Tuve unas ganas inmensas de abrazarla, pero no podía hacerlo por mucho que quisiera. Solo me atrevía con Annie cuando tenía la certeza de que nadie nos descubriría. Florentine también lo sabía y era conocedora de mi rigidez de carácter. A su pesar, me arropó con cuidado y apagó las velas antes de desaparecer.
Sumida en la oscuridad, medité sobre si Antoine aprobaría que le enseñara a leer. Nunca lo había hecho, pero me creía capacitada. Sonaba triste cuando hablaba de su analfabetismo. Además, así podría ocupar mi tiempo sin tener que enfrentarme al jardín trasero. Tras más de una semana de desatenciones, los hierbajos habrían empezado a apoderarse de mis victorias. Seguro que la azada seguía en el mismo lugar en el que la dejé. Y el cadáver de la liebre, ya descompuesto. Al pensarlo, me revolví en la cama y cerré los ojos con fiereza. Batallaba por caer dormida y aquello incrementaba mi ansiedad. Al cabo de pocos minutos, no dejaba de dar vueltas y vueltas. Inspiré con exasperación y el ruido de las sábanas arremolinadas alrededor de mi cuerpo inquieto se soslayó con un estruendo breve y seco que golpeó el suelo. Sin embargo, logré oírlo. Había sonado igual que las ramas de aquel nogal que tanto me habían usurpado el sueño la noche anterior. No obstante, las ventanas estaban abiertas de par en par. Me incorporé, creyendo que tal vez habían golpeado el marco del cristal, pero el viento soplaba y la sombra del árbol no atravesaba mi estancia. Extrañada, salí de la cama y anduve hasta aquella ventana. Algo duro hirió la planta de uno de mis pies y tuve que agacharme a recogerlo para discernir de qué se trataba. Lo acerqué a la luz de la luna, apoyada en el alféizar, y descubrí que se trataba de una piedra redonda. ¿Cómo había llegado aquello a mi habitación? Antes de que pudiera saber que aquella piedra había sido la causante del ruido, otra fue lanzada desde el exterior sin golpearme y cayó sobre la alfombra. Alguien estaba intentando llamarme. El corazón se me detuvo in situ. Me hice a un lado con la respiración entrecortada y me aparté del campo de tiro que suponía la abertura del ventanal. Comprendí al instante que no había sido el nogal el que había estado chocando contra el cristal la noche anterior: alguien había estado lanzando piedras. No podía tratarse de una broma pesada de Thomas Turner. Mientras dilucidaba, otra rodó por el suelo. Situándome lo más cerca y cautamente posible de la ventana, intenté mirar al exterior. Dejé ir un alarido aterrorizado cuando vi a aquel indio subido a la parte más alta del árbol con las manos llenas de piedras. Había estado buscándome. Se había atrevido a venir hasta aquí. Lo creí lo suficientemente ágil como para pegar un salto y entrar a mi cuarto. Mi grito pareció tomarle por sorpresa y perdió el equilibrio. Pensé que estaba a punto de precipitarse al vacío y chillé por segunda vez, con medio cuerpo fuera de la ventana, en un acto reflejo que pretendía impedir que cayera. Él se agarró a una rama como pudo y retomó una posición estable. Parecía un felino abandonado. Tenía la parte superior del cabello recogida en una ancha trenza que se anudaba a ambos lados de la cabeza. Las piernas comenzaron a temblarme cuando descubrí que había extendido mi brazo hacia al exterior para socorrerlo. Continuaba estirado, sin asimilar lo que acababa de suceder.
Después de todo lo que había sucedido entre nosotros, volvimos a mirarnos firmemente. Topé con unos ojos miel que centelleaban en la longitud que nos separaba. No encontraba la forma de bajar el brazo, hierática. No podía ser que volviera a tenerlo así, frente a mí, a su merced. Él me contemplaba con gesto descubierto, sorprendido de igual forma que yo. Había empleado todos sus medios para hacerme llamar, sin embargo, su expresión denotaba que había perdido la fe en que yo me asomara, de ahí surgía su confusión. Parecía no asimilar que yo estuviera afuera, mirándole. Era difícil distinguir sus detalles en la penumbra, pero vi que llevaba abalorios en las orejas. Pensé que el corazón acabaría saliéndoseme del pecho. ¿Qué hacía junto a mi ventana? Podía haber venido a por mí por la fuerza en cualquier momento, ¿por qué hacerlo así? Recordé que no había salido de mi habitación durante días a causa de lo ocurrido; aquella podía ser la razón de sus ansias. Maldije haberle dado la llave de las ventanas a Florentine. ¿Por qué me había empeñado en abrirlas? Había estado escuchando ruidos durante horas la noche anterior, ¿cómo era posible que aquel salvaje hubiera permanecido en su intento de reclamarme la mayor parte de la noche? No tenía sentido. Nos observamos, sumergidos en un flatulento silencio, midiendo los peligros que significábamos. El recuerdo de su tacto y de su voz me golpeó.
Él estiró su mano, ya vacía, hacia a mí y, como consecuencia, eché la espalda hacia atrás para volver adentro y cerré la ventana de golpe, haciéndome daño. Las manos me temblaban sobre el cristal húmedo. Se quedó quieto, como yo había hecho segundos atrás, con la palma extendida en alto. Fruncía el ceño y yo solo podía pensar que estaba enfadado y que en cualquier momento su paciencia se agotaría. ¿Por qué no era capaz de gritar? Si chillaba, la ayuda llegaría enseguida, lo encontrarían en plena acción; pero mi voz estaba detenida y no había nada que yo pudiera hacer para traerla de vuelta. Era como si quisiera protegerme y desprotegerme al mismo tiempo. Un flujo de pensamientos contradictorios me maniataba y provocó que siguiera de pie tras la ventana, escudriñándole. Él estaba arriesgando su propia seguridad con aquella visita, pero sentí que no le importaba. Me apreté más a la ventana cuando pegó un salto y trepó a una de las ramas más altas, una de las más cercanas al muro. "Grita, Catherine. ¡Pide auxilio!", me exigí. Sin pronunciar palabra, se tocó la rodilla y luego se señaló la muñeca. Sus claras pupilas no me pedían que saliera: me estaba preguntando por mi salud. No había rastro de injuria en él, esperaba que yo reaccionara con rechazo. Y era cierto, lo rechazaba, pero su preocupación me desarmó. Me quedé estupefacta, sin poder apartar la vista de su largo cuerpo. "Ha venido a visitarme como Thomas Turner", me estremecí.
Ante mi silencio, y sin borrar la expresión severa de sus facciones, se pasó la mano sobre una de sus muñecas y la hizo moverse en círculos, con lentitud. Yo asistía a aquella escena sin comprender nada de lo que estaba viendo, ahogada como una hoja machacada de té en el fondo de una taza. Sentía miedo, pero también una protección inexplicable. No hablamos, mas yo tenía sus palabras clavadas en mi entendimiento. No percibía el flujo del viento, el frío de la noche, el tacto de vidrio, solo existíamos nosotros dos. Su imagen no protagonizaba mi zozobra, estaba ahí, otra vez, como una sombra letal de mí misma.
En una facción de segundo, se agazapó en el ancho tronco y saltó al suelo. Sin responder a la coherencia que me debería de haber detenido, volví a abrir la ventana de par en par y me asomé para comprobar que no estaba herido. Una necesidad por su bienestar guiaba mis actos, avergonzándome. Descubrí a su caballo a escasos metros, totalmente quieto. Se subió a su lomo con la ligereza de un espectro y desapareció. Observé cómo cabalgaba y se iba ocultando poco a poco en la oscuridad, hasta que no quedó ni rastro de él.
Tuve que sentarme en la cama para no perder el equilibrio y caer en la alfombra. Tenía las manos encrespadas, como si quisieran hacer sonar una pianola invisible con sus tembleques. Respiraba con la boca abierta, a pesar de que el aire me llegaba perfectamente a los pulmones. Se había marchado sin explicaciones, en secreto, como lo había hecho al acudir hasta aquí. Había vuelto a mí. Debía de estar poseído por la locura. Era el único motivo que explicaba su acoso. Había venido a visitarme como Thomas Turner, pero él no era Thomas Turner. No podía aparecer así como así en nuestros terrenos para hacerme una visita nocturna. Me atemoricé al pensar que quizá no había sido cosa de una noche, sino de varias. Había estado a su alcance, incluso podía haber estado estudiándome desde el árbol mientras dormía, ajena a que había alguien allá fuera, acechándome. Me costaba creer que lo que había visto era real, pero estaba segura de no estar soñando. ¿Estaba tan loco como para arriesgarse con el objetivo de comprobar que estaba sana y salva? "Yo no puedo importarle tanto", me angustié.
Aquellos ojos tenues, el aislado rastro de quietud en su rostro agrio, habían vuelto a mí desarmados.
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(PRONTO A LA VENTA) Waaseyaa (I): Besada por el fuego
Historical FictionEn los albores de la lucha por los territorios conquistados en Norte América, Catherine Olivier, una joven francesa de buena familia, viaja hasta Quebec junto a su hermana Jeanne para iniciar una nueva vida. Sufragada por sus propios miedos y pérdid...