— ¡Catherine!
Jeanne y su criada nos encontraron así, con sus manos sobre mi esternón, mirándonos fijamente a los ojos. El alarido de mi hermana me sobresaltó. Me giré bruscamente y la vi sobre el porche, tapándose la boca con las manos. Algo en mi interior se resquebrajó con el tajo de una cuchilla letal.
— ¡Apártate de ella!
La criada se precipitó al interior para dar el grito de alarma y Jeanne corrió hasta nosotros clamando que Namid se alejara de mí. Yo estaba paralizada. Sentía la mano de mi amigo entrelazada a la mía. A pesar del peligro, no movió ni un solo músculo.
— ¡Aléjate!
Quietos, nos alcanzó. Orquestada por un sentimiento de protección y el desconocimiento de lo que verdaderamente había sucedido en su ausencia, empujó a Namid con todas sus fuerzas y éste se golpeó las piernas con la valla, separándonos. No le importó que él pudiera matarla en milésimas de segundo, solo quería apartarme de aquel salvaje lo antes posible. Me echó hacia atrás y se situó entre los dos, atestada de ira y de una valentía fiera. Lo vi. Lo vi en sus ojos. Vi lo que advertía en la mayoría de franceses cuando estaban cerca de indígenas: miedo. Temor y rechazo.
— ¡Jeanne!
Antoine llegó al jardín trasero con un fusil, a medio vestir, y casi se tropezó con sus propios pies al descender la pequeña escalinata. Namid se quedó quieto, sin incumplir la separación impuesta entre ambos, pero observé cómo se llevaba las manos al hacha que siempre colgaba de su espalda.
— ¡No dispares! — grité, adelantándome con esfuerzo a Jeanne. Alcé los brazos al aire, como si yo también fuera un criminal —. ¡No quiere hacernos daño!
El semblante de mi hermana enmudeció, sin admitir lo que acababa de presenciar. Antoine se paró en seco, a un par de pasos de donde nos encontrábamos, y detuvo con un gesto a los dos sirvientes que le cubrían las espaldas, también armados. Sin embargo, seguía apuntándole, apabullado por la escena, y Namid sacó su arma. La sostuvo entre sus manos con soltura, tenso, y me sorprendió la amplitud del filo. Se trataba de un hacha con un mango de madera larguísimo que coronaba en una hoja de metal afilada con forma de abanico. Era inmensa. Debía de pesar el triple que un mosquetón.
— ¡Namid! — bramé con desespero.
Si atacaba a Antoine, ya no habría vuelta atrás. Me arrojé a su cuerpo y lo agarré del antebrazo para que bajara el arma. Él dio un respingo y me miró con sorpresa. No obstante, solo se desconcentró durante unos segundos: me apartó sin esfuerzo, recuperando la posición amenazante del hacha, y le dijo algo al arquitecto en lengua ojibwa. Su voz estuvo teñida por la rabia, imponente. No iba a dejarse intimidad, por mucho que yo se lo pidiera. Antoine lo escudriñó sin comprender, sin perder de vista el arma que tan cerca estaba de mí, y Namid gruñó una segunda vez.
— ¡Catherine! — intentó retenerme Jeanne.
— ¡Es mi amigo! ¡No es una amenaza! — vociferé, ocultándole pésimamente con mi cuerpo.
Namid me miraba sin comprender por qué me empeñaba en entrometerme en una afrenta que no me concernía. Pero sí que lo hacía. El peligro que yo pudiera sufrir no era relevante en absoluto. Él estaría acostumbrado a que los hombres blancos lo apuntaran a la mínima de cambio, mas no iba a permitir que lo trataran como a un animal salvaje.
— ¡Baja el arma! — le pedí a Antoine —. Es mi amigo... — rompí a llorar —. No le hagáis daño...
Las lágrimas caían con más amargura que cuando regresé de la lección de clavicordio. ¿Cómo iban a darse cuenta de que aquel indio no suponía ninguna amenaza? Actuar a sus espaldas había provocado que les costara confiar en mis ruegos. Ellos no sabían que Namid había acudido a visitarme continuamente y ambos habíamos cabalgado juntos bajo la luz de la luna. Ellos solo veían a un indígena con un hacha.
En el momento en el que Namid me vio sollozar, desvió los ojos hacia mi persona y relajó la postura de sus músculos. Descubrí unos ojos acongojados que se lamentaban de verme tan disgustada. ¿Cómo podían pensar que aquel indio poseía un corazón generoso y bello? Mis acciones solo acumulaban disculpas. Primero Wenonah; después él.
— ¡Señor, no dispare! — escuché la voz de Florentine, quien salió al jardín trasero con apremio —. ¡Es un buen chico! ¡Ha venido a ver a la señorita Catherine varios días! ¡Es inofensivo!
Las explicaciones en gritos de mi criada hicieron que Antoine posara sus pupilas en las mías con seriedad. Tenía la frente sudorosa, nervioso. Sospesó durante unos segundos eternos qué hacer y finalmente bajó el arma.
— Aléjate de él — me murmuró con gravedad.
Antoine sabía que Namid me había salvado en el bosque y me había regalado aquel té. Él había sido el primero en hablar de respeto y tolerancia. Pareció analizar la estampa en la que se había visto envuelto con aversión: dos hombres amenazándose con sus respectivas armas. Ninguno había hecho daño al otro. ¿Por qué se peleaban entonces? Tiró el mosquetón al suelo y nos exigió a mi hermana y a mí que nos pusiéramos detrás de él.
— ¡Hija mía! — Florentine corrió hasta a mí y me estrechó entre sus brazos.
— Apártate, Catherine — me repitió Antoine cuando Jeanne llegó a su lado. Ella también estaba llorando —. No voy a hacerle ningún daño, pero necesito que vuelvas aquí.
No podía moverme. Namid se había tornado pálido al ver cómo Antoine y los sirvientes decidían quedarse desarmados, a su merced. Iban a dejarle escapar. Me dirigió una larga mirada que me abrasó la nuca y se colgó el hacha a la espalda con lentitud.
— Esfúmate antes de que alguien nos vea — le exigió, severo.
Cauteloso, Namid le inclinó el rostro con respeto y saltó la valla con la velocidad de una sombra. Subió a Giiwedin sin quitarme los ojos de encima. Yo temblaba, aturdida por una violencia que surgía como un torrente volcánico frente a mí, y fui incapaz de descifrar qué decían aquellos párpados de ensueño. Golpeó el lomo de su caballo con las botas y desapareció del jardín sano y salvo.
Cuando ya no estuvo entre nosotros, Antoine ordenó a los sirvientes que volvieran a sus tareas con una advertencia subyacente de que debían de guardar silencio respecto a lo ocurrido. Yo me escondí en los brazos de Florentine, muerta de miedo, pero también agradecida porque hubiera dado la cara por Namid.
— Catherine, ven aquí de inmediato.
La voz de Antoine zumbaba sombría, autoritaria, y Florentine me ayudó a caminar hasta donde él y Jeanne se encontraban. Mi hermana me miró como si me hubiera vuelto una completa desconocida. Sin embargo, parte de la culpa era mía: les había engañado.
— Si el gobernador se entera, tú cargarás con la responsabilidad — sentenció él —. ¿Por qué has hecho esto? ¿Alcanzas a comprender el peligro que esto supone?
— Él es mi amigo — musité entre lágrimas, sin saber qué decir.
— ¡Es un maldito salvaje! — se alteró Jeanne.
— ¡Es una persona! — rebatí —. Es amable, comprensivo y...
— No creas que estoy decepcionado contigo porque hayas trabado amistad con un ojibwa. No te equivoques, Catherine. ¿Sabes qué es lo que me duele? — su expresión desilusionada me dolía más que los golpes —. Lo que me rompe el alma es que me hayas mentido. Has traicionado mi confianza. Yo te tendí la mano, fui transigente, y a punto has estado de matarnos a todos por tu incapacidad de comportarte como una adulta. Si hubieras venido a hablar conmigo y me hubieras contado lo que pasaba por tu cabeza, yo te hubiera escuchado. ¿Me tenías por un hombre tan intolerante? — suspiró.
— Tenía miedo... — luché por excusarme —. Pensé que... Yo...
— Yo no soy como esos oficiales fanáticos, ¿o es que no me conoces?
No sabía qué responder. Me sentía acorralada, enfadada conmigo misma hasta límites insospechados. Yo solo deseaba contentar a todo el mundo.
— Tú me hablaste de justicia... — despegué los labios con inseguridad —. Dijiste: "Catherine, lo justo siempre es lo correcto"; y yo intenté serlo. Me enseñaste que no debía de juzgar a los demás por el color de su piel y yo...
— No confiaste en mí.
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(PRONTO A LA VENTA) Waaseyaa (I): Besada por el fuego
Historical FictionEn los albores de la lucha por los territorios conquistados en Norte América, Catherine Olivier, una joven francesa de buena familia, viaja hasta Quebec junto a su hermana Jeanne para iniciar una nueva vida. Sufragada por sus propios miedos y pérdid...