Bamewawagezhikaquay - La mujer de las estrellas que corren por el cielo

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El tiempo se estiró como la fina cinta roja que me anudaba al fatídico destino del guerrero. Los cascos del caballo marchaban tan frenéticamente, al ritmo de mis desesperadas órdenes, que el mismo viento parecía estar insuflándome su aliento. Me alejé de la batalla, de los escombros, y el anonimato del bosque me acogió en su seno. Enajenada, únicamente existía la salvación de mis seres queridos. No podían arrebatármelos; ni en esta vida, ni en ninguna.

Así durante una jornada, sin comer, sin beber, sin descansar. No sentía nada, solo un miedo terrible, un pavor helado ante la pérdida. Los ojibwa habían perdido a numerosos miembros de su familia, fueran inocentes o no, en batallas. Sin embargo, yo jamás había experimentado aquello de forma tan cercana. El corcel resoplaba, al borde de la extenuación mortal, pero no me importó: seguí y seguí.

Llegado el amanecer del segundo día, los gritos y los disparos se hicieron audibles en la cercanía. El pulso se me heló en las venas al distinguir, a través de las copas de los pinos, una enorme llamarada vertical que emitía un venenoso humo negro. "El fuerte ha caído, está ardiendo entero", pensé. Asustada, busqué mi arma. Los dedos fracturados estaban negros y supe que debía emplearlos, sin importar el dolor, sin importar perderlos, para poder disparar con el fusil y tener alguna oportunidad de sobrevivir. Azucé al animal y éste emitió un gemido sordo. Exánime, se alzó sobre sus patas traseras y me lanzó al suelo. Rodé por la hierba e, incorporándome rápidamente, vi cómo se retorcía, consumido por el agotamiento. Espuma blanca le salía de la boca y, tras varios gemidos más, dejó de moverse. Le lancé una larga mirada, sin lágrimas aunque estuvieran cayendo por dentro, y eché a correr a pie sin entereza para afrontar la muerte de aquel caballo.

Corrí hasta que los pulmones me ardieron, siguiendo el ruido y la monstruosa fumarada. En el momento en que salí estrepitosamente de aquel escondite vegetal, mis pupilas fueron abofeteadas: en la llanura que rodeaba a Fort Duquesne —ya pasto de las llamas—, dos bandos se mataban fratricidamente. Ya no quedaban cañones, ni jinetes, sólo soldados, hombres e indígenas luchando cuerpo a cuerpo. Decenas de cuerpos sin cabelleras reposaban en el barro. Inesperadamente me pregunté por qué la paz entre iguales debía ser una quimera.

No tuve oportunidad de decidir cómo enfrentarme a aquella situación, puesto que a lo lejos distinguí un vestido canela huyendo como el primer tobillo blanquecino acariciado por el sol. Corría colina arriba, más allá de las ruinas del fuerte que la había protegido durante casi dos días. Otras mujeres y clérigos la seguían. Iban acompañados de un indio.

— ¡¡¡Jeanne!!! — grité como si fuera capaz de oírme. La guerra era un baile de sordos —. ¡¡¡Jeanne!!!

Cargué el mosquete y me adentré en el núcleo de la sangre. Los casacas azules perdían, pero yo, vestida con andrajos, no podía ser incluida a primera vista en ningún bando. Empleando aquel camuflaje a mi favor, rebané las muñecas y cuellos de todo aquel que intentara acabar con mi vida. No me importaba cómo, debía llegar hasta ella. Rápida, pequeña, sigilosa como un tallo curvado, recorrí una amplia distancia. Mi objetivo cada vez se alejaba más y yo no podía permitirlo. Entre estocadas, un indígena captó mis ojos. Se trataba sin duda de un mohawk. Me miró el cabello con el ceño fruncido, reconociéndome. Supe que vendría a por mí y aceleré con unas fuerzas desconocidas. Centré la vista en aquel vestido canela, en la personita que más quería en el mundo, y ya su figura era tan pequeña que la desesperanza me aprisionó la garganta. De pronto, divisé a un hombre corriendo desesperadamente hacia la dirección que yo aspiraba. Su cabello, sin peluca, era castaño y cojeaba.

Antoine estaba vivo.

Grité su nombre cuando un casaca azul se lanzó a su cuerpo, derribándolo, y él intentó zafarse. Los tambores comandaban mis pies de fuego y atravesé el campo de batalla como una bestia. Llegué al principio de la colina y noté la mirada de aquel mohawk en mi nuca. Viré el cuello, creyendo que estaría siguiéndome, y llegué a ver cómo cargaba el arco y apuntaba hacia Antoine. Sonreía.

(PRONTO A LA VENTA) Waaseyaa (I): Besada por el fuegoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora