— Dispérsense, caballeros. Aquí no ha ocurrido absolutamente nada.
Thomas Turner les pedía que se marcharan como si estuviera dirigiendo al ganado. Yo no podía moverme. El mercader había aparecido en el momento preciso: alguien le había hecho saber que algo había ocurrido en el parque y acudió al rescate con presteza. Al encontrarme junto a Namid y su hermana, contuvo el gesto y reaccionó con la lucidez que a mí me faltaba.
— Pero... — objetó uno.
— He dicho que se dispersen — decretó.
Los curiosos comenzaron a alejarse y Namid no se relajó hasta que estuvimos a solas con el mercader. Había estado dispuesto a protegerme.
— ¿Está bien? — se acercó a mí, tomándome de las manos —. ¿Qué demonios ha ocurrido?
— Estábamos..., no pretendía hacerme daño...
Thomas Turner se dirigió a Namid en lengua ojibwa y aunque no los entendí, presupuse que él le contó lo sucedido con sinceridad. El mercader me dirigió una larga mirada y terminó diciéndome:
— Volvamos adentro.
Arrepentida, no tuve fuerzas para objetar. Le habló una vez más a Namid y Wenonah me devolvió la cinta con la cabeza gacha, disgustada. No había sido culpa suya, por lo que le acaricié el cabello e intenté sonreírle.
— Miigwech, niijikiwenh. — Namid se llevó la mano abierta al pecho y la extendió hacia él en un gesto grácil.
Thomas Turner repitió su seña con agradecimiento y me reiteró que debíamos de regresar al puesto. Abracé a Wenonah y el tacto de la cinta me pesaba como los grandes bloques de piedra de la iglesia de Notre-Dame.
— Sígame, señorita Catherine — me apremió.
Namid tenía los hombros y la cabeza decaídos cuando lo miré. No fui capaz de descifrar qué sentimientos estaban apresándole en aquel momento, pero las formas apesadumbradas de sus pómulos me entristecieron. Me aproximé a él, provocando su sorpresa, y le entregué mi cinta.
— Miigwech, nisayenh.
Gracias, hermano mayor.
‡‡‡‡
Era ya de noche cuando Thomas Turner me llevó de vuelta a casa sobre su carruaje. Había sido una de las jornadas más provechosas de todos sus años de comerciante de pieles y no paró de hablar durante todo el camino. Mi atención estaba muy lejos de sus palabras, en la cinta que le había regalado a Namid, y me dejé llevar por el movimiento repetitivo de la rueda, que giraba y giraba como mis recuerdos.
Agradecí que me ayudara a bajar, ya que estaba agotada después de un largo día, y me besó la palma de la mano enguantada con galantería. Tenía muchas ganas de reencontrarme con Florentine.
— Debo de darle las gracias por todo lo que ha hecho en el día de hoy para ayudarnos. Si no hubiera sido por usted, le aseguro que no hubiéramos vendido tantas pieles.
— Ha sido un placer — respondí, tímida.
— Le ha caído en gracia a mis chicos. Todos me han preguntado si regresará mañana.
— Haré lo posible para hacerlo — dije. Una dama no debía de mostrar sus emociones con facilidad a los desconocidos, había que medir los tiempos y el entusiasmo. "¿Una dama le da una cinta a un hombre?", pensé.
Se empeñó en acompañarme hasta la entrada de la casa y no tardó en añadir:
— ¿Puedo preguntarle qué ha ocurrido exactamente con el joven Namid?
Presioné las muelas en el interior de la boca, intranquila.
— No pretendía hacerme daño.
— Eso lo sé, señorita Catherine, pero... ¿Por qué estaban uno encima del otro sobre el suelo? No pretendo ofenderla, le prometí a Clément que cuidaría de usted.
— Me caí. Fue un accidente — me justifiqué, algo a la defensiva.
— Confío en usted, señorita. Solo necesitaba asegurarme de lo ocurrido.
— No es un criminal.
Thomas Turner aminoró un poco el paso al escuchar cómo le defendía. Aquel pensamiento me había salido de las entrañas y me hizo sentir mejor. Una parte de mí estaba harta de aquella actitud discriminatoria que había ido descubriendo a consecuencia de mi trato con los indios. Namid no era un asesino, jamás heriría a una mujer ni robaría.
— No he dicho que lo sea — dijo con voz queda —. Es un buen chico. Pero somos pocos los que pensamos así, como habrá podido comprobar. — me detuvo antes de llegar al porche —. Debe de tener cuidado, señorita Catherine. Yo que usted no mostraría tan públicamente mi amistad con el joven Namid. La tolerancia en estos territorios es un espejismo de doble filo. Es un consejo que le doy con buena intención — susurró —. Hágalo por el bien de los dos, sea prudente.
— ¿Por qué? — murmuré como él.
— Porque desean encontrar una excusa para aniquilarlos.
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(PRONTO A LA VENTA) Waaseyaa (I): Besada por el fuego
Historical FictionEn los albores de la lucha por los territorios conquistados en Norte América, Catherine Olivier, una joven francesa de buena familia, viaja hasta Quebec junto a su hermana Jeanne para iniciar una nueva vida. Sufragada por sus propios miedos y pérdid...