Inoomigo - Ella cabalga

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Di un respingo en el momento en que él me agarró de la muñeca y tiró de mí. Los vasos que portaba cayeron al cúmulo de tierra removida e intenté frenarle con los pies mientras me arrastraba. ¿A dónde pretendía llevarme? Eché varias miradas a la puerta, impetuosamente aterrada. Namid me hablaba, como queriéndome decir que no había ningún peligro, pero yo no le entendía. Supe que me haría daño si me resistía, pero le dirigí una mirada aprensiva cuando me soltó al llegar a su caballo. No podía empujarme de aquella forma, en contra de mi voluntad. Él movió las manos como disculpándose y me señaló en dirección a su animal. Era un corcel de gran tamaño, casi tan alto como él, y su lomo lucía fornido. No se alteró por mi presencia, sino que acercó el hocico para que lo tocara. Medité si era buena idea acariciarlo.

— Giiwedin — apuntó.

Me cogió una de las manos y la llevó hasta la frente de su caballo. Con la suya encima de la mía, la movió de forma descendente desde el pelo de la crin que caía entre los ojos hasta la nariz. Notaba el peso de sus dedos sobre los míos. Su tacto irradiaba una intención ardiente encerrada en las paredes de la piel. El pulso comenzó a acelerárseme. Mi mano parecía minúscula soterrada por la suya. La guio por el pelaje del animal, que entrecerró los ojos marrones con placer. Me sentí íntimamente unida a él. "Se llama Giiwedin", comprendí. Namid se acercó a su oreja y le susurró con aquella voz que bajaba un par de tonos y se tornaba todavía más grave. Giiwedin reaccionó con mayor calma a los rumores de su amo, al contrario de mí: mi sangre se revolvía en el interior de las venas. Aquella voz..., parecía estar adorándole como se ama a una mujer, lenta y cuidadosamente. ¿Por qué sus movimientos eran tan sensuales?

Había querido presentarme a su caballo y tenerlo así me enterneció. Sin embargo, no podía olvidar su mano sobre la mía. Sin mirarme, como haciéndolo sin querer, Namid aprovechó aquella oportunidad para mover sus dedos sobre el dorso, utilizando las caricias a Giiwedin como pretexto para acariciarme a mí. Yo temblaba como una hoja de otoño a punto de caer. Ajeno a su roce encubierto, el caballo aproximó el rostro al mío y me rozó con su respiración complaciente. Le agradaba. Su jinete estaba diciéndole que podía fiarse de mí. Como consecuencia de mi atenta lectura a los diarios de John Turner, sabía que los caballos eran una de las cosas más importantes para los indígenas, eran como una sombra de su mismo ser, sus grandes confidentes, y me emocionó que Namid me creyera digna de tocarlo.

— Es una criatura lindísima — murmuré.

Él sonrió levemente y rompió nuestro contacto sin antes deslizar las yemas de los dedos sobre mis nudillos enrojecidos. Lo hizo con tanta discreción que pensé por un instante que había sido fruto de mi imaginación. Le dio dos palmadas en el cuello, dichoso por su buena conducta, y Giiwedin relinchó. Namid volvió a cogerme por la muñeca y sus manos se adhirieron a mi cintura con la fuerza de un cañón que me elevó hacia arriba y me sentó en la grupa del caballo.


‡‡‡‡


Cuando quise gritar ya estaba cabalgando sobre Giiwedin. Namid se había situado en la parte trasera del animal y me había colocado entre el lomo y la cruz. Todo había sucedido muy rápido. La dura piel del caballo se clavaba en la fina capa de mis medias al tener las piernas entreabiertas. Yo había montado un par de veces en Francia, pero ponis, y con montura. Mi único punto de apoyo eran los brazos de Namid: con una mano agarraba las riendas y con la otra me rodeaba la cintura con tanta fuerza que sentía su espalda igual de cerca que en el bosque. Escuchaba su voz gritarle que apretara el paso muy próxima a la nuca. Intenté zafarme, pero cuando vi la distancia considerable que me separaba del suelo y la velocidad a la que Giiwedin galopaba por la llanura, con los cascos casi haciéndose invisibles en el frenético movimiento, tuve que quedarme quieta, muerta de miedo. Por un momento temí que mis advertencias no hubieran sido infundadas y Namid estuviera secuestrándome. Sin embargo, cabalgábamos en círculos, sin perder de vista mi casa, como si simplemente quisiera que experimentara lo que era estar sobre su caballo, comandada por un ágil amazona como él. Estaba tan aterrada por caer que me aferré ansiosamente al brazo que estaba sujetándome. El viento aceleró y me abofeteó la cara. Giiwedin dio un giro brusco y lancé un alarido cuando mi cuerpo cedió hacia un lado. Rápidamente, Namid apretó su agarre, presionándome las costillas y echando la parte baja de mi espalda hacia atrás, hacia su pelvis. Estaba tan cerca. Me susurró algo al oído con aquella voz encantadora y yo solo le suplicaba con ojos espantados que no me soltara.

Trotábamos raudos. Tenía unas ganas apremiantes de echarme a llorar. Por la intensidad del vendaval que producíamos al avanzar, mi sombrero se soltó y salió volando. La cabellera luchaba por mantenerse en su sitio, cercada por las horquillas, pero notar el aire introducirse por detrás de las orejas, en los huecos siempre cubiertos por la ropa, me dejó sin respiración.

— ¡¡Señorita Catherine!!

Vi cómo Florentine salía a trompicones al jardín trasero gritando mi nombre con desesperación. Su querida dama estaba cabalgando junto a un indígena sin demasiada apariencia de conformidad, más bien parecía que estaba siendo forzada a ello. Supe que daría la alarma y todos pensarían que Namid estaba intentando llevárseme consigo.

— ¡Regresa! — exclamé, colérica. "Te matarán si no lo haces".

Del mismo modo en que yo había escuchado los chillidos de Florentine, Namid se tensó e hizo virar a Giiwedin. En segundos, estábamos cabalgando en dirección a mi casa. Exigió aún más a su caballo, sabedor de las fatales secuelas que podía acarrear su espontánea expedición, y éste llegó a la valla casi al borde del desfallecimiento. Florentine se dejó caer al suelo, acalorada. Distinguí a varios criados con sus fusiles en el marco de la puerta. Tuvieron que detener cualquier ademán de disparar, ya que Namid bajó del caballo en un salto y les dirigió una mirada autoritaria. Me había traído de vuelta. Estaba demostrando que no pretendía hacerme nada malo. En consonancia con aquella resolución, me tomó de la cintura y me ayudó a aterrizar sobre tierra firme. Lo hizo con una facilidad apabullante, como si mi peso fuera el mismo que el de una pluma.

La cabeza me daba vueltas cuando se subió a Giiwedin y desapareció a galope tendido.


‡‡‡‡


— Señorita, va a terminar matándome de un susto.

Me había dejado caer en el cómodo asiento del tocador, frente al espejo, observando con incredulidad la maraña de pelo que era mi cabello rojizo. Estaba revuelto como el de un gato recién salido del agua. Las piernas aún me temblaban con flojera por la impresión que había dejado en mí lo ocurrido.

— Si su hermana se entera...

Florentine daba vueltas y vueltas alrededor de mi habitación, más afectada que yo. Notaba la entrepierna dolorida por la espalda del caballo. El vestido estaba hecho un desastre, repleto de restos de barro y completamente arrugado.

— Creí que se la estaba llevando contra su voluntad... — se alteró —. Nunca se suba al caballo de un indígena, ¡puede no poder regresar jamás!

Era inútil que le explicara que, sí, era cierto que no había subido al animal por mi propio pie, pero Namid lo había hecho precisamente por eso: sabía que no me atrevería y me impulsó a hacerlo con métodos poco ortodoxos. Florentine no me entendería. Ni yo misma lo hacía. Sin embargo, me resultó desmedido que desconfiara tanto de él, había dejado claro que no pretendía secuestrarme. ¿Hasta qué punto todo lo que sabíamos sobre los indios estaba basado en leyendas?

(PRONTO A LA VENTA) Waaseyaa (I): Besada por el fuegoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora