Jeanne no se despertó en días. Durante aquella espera desesperante, dormí a su lado, controlé que respiraba, le di de beber y de comer a duras penas, y no salí en absoluto de aquella habitación. La anciana, Manon, apodada La Bruja, tampoco permitió que nos quedáramos a solas. Era parca de palabra, lo que agradecí, y no se empeñaba en hacerme cambiar de opinión. En ocasiones notaba que me miraba con curiosidad, sobre todo el amuleto que portaba, pero no me interesaba en absoluto averiguar qué despertaba aquel sentimiento.
Nos encontrábamos en un remoto poblado cercano a la frontera con Nueva Francia. Era difícil denominarlo poblado: compuesto por cinco cabañas prácticamente derruidas, estaba oculto en medio de una planicie rodeada por bosque a los cuatro costados. Todos sus habitantes eran gentes pobres que habían huido de las grandes ciudades en busca de independencia, sin importarles la peligrosidad del territorio que estaban habitando. Según me habían asegurado, aquel asentamiento era el único resquicio de civilización en días. Sin ellos, jamás nos habríamos mantenido con vida.
— Mademoiselle — asomó la cabeza por la puerta Térèse —, ¿puedo pasar?
Ella y su marido eran agricultores, padres de cuatro hijos, la totalidad de los cuales habían sido reclutados por la milicia francesa.
— Adelante — asentí, secándome la nariz. Los párpados me ardían de tanto sollozar. La Bruja se incorporó en la silla de madera y la miró.
— Le hemos preparado un humilde baño para que pueda asearse.
Habíamos intentado esperar a que Jeanne se despertara para realizar el entierro, mas había sido en vano. No podíamos dilatarlo más. Era el momento de tomar las riendas de la situación y hacerme cargo de mi fallecida sobrina.
— Gracias — dije, de corazón.
— Venga — se levantó Manon —. Le prestaré ropa.
Térèse accedió sin reparos a quedarse con Jeanne y yo me marché con la paridera. En tres zancadas arribamos a su cabaña. El espacio estaba repleto de un humo aromático y numerosos colgantes de cuentas colgaban del techo. Había oído hablar de la magia negra, era un tema que les encantaba tantear en las tertulias de París, pero siempre había sido muy miedosa en materia del más allá. No llamarían a aquella mujer La Bruja sin una razón de peso. Su hogar poseía un aura tenebrosa, aunque espiritual.
— ¿Ocurre algo? — inquirió con astucia.
— No — negué rápidamente —. Disculpe.
— Está pensando en si soy una bruja de verdad, ¿no? — se rió un poco mientras rebuscaba en un baúl viejo.
— No creo en las brujas.
— Es de lo primero que se nos acusa a las mujeres pensantes, ¿sabe? Así es más fácil quitarnos del medio.
Sus palabras despertaron mi curiosidad.
— Mi padre, que en paz descanse, era médico. Aprendí observándolo. Llevo décadas asistiendo partos, es lo único que se me permitía. Supongo que porque conozco bien las hierbas medicinales y me agrada rezar, se relacionaron mis prácticas con la brujería — se encogió de hombros —. ¿Le parece bien que le preste vestimenta?
— Se lo agradezco. ¿Es de sus hijas? — pregunté sin saber por qué.
— Yo no tengo hijos — volvió a reírse —. Eran de mi hermana.
Me resultó una contradicción la ausencia de descendencia y su oficio de paridera. Sin embargo, supe de algún modo que no estaba mintiéndome.
— Mi hermana..., ¿sufrió? — me tembló la voz.
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(PRONTO A LA VENTA) Waaseyaa (I): Besada por el fuego
Historical FictionEn los albores de la lucha por los territorios conquistados en Norte América, Catherine Olivier, una joven francesa de buena familia, viaja hasta Quebec junto a su hermana Jeanne para iniciar una nueva vida. Sufragada por sus propios miedos y pérdid...