Jeanne apuró el ancho tomo de Las mil y una noches en el transcurso de aquellos días y retomó sus atenciones a la hora de dormir. Antoine no parecía ofendido porque su recién estrenada esposa quisiera descansar con su hermana pequeña como en los viejos tiempos. Cuando mi menstruación cesó, ella regresó al lecho nupcial y la añoranza fue dura. Sin embargo, durante aquellas horas compartimos risas y canciones. Jeanne tenía una preciosa voz, como debía de ser la de los querubines, y me cantó lindos romances al oído en tanto que intentábamos caer en el sueño, abrazadas. De cuando en cuando, me sobrecogía el saber que no le estaba contando toda la verdad..., necesitaba más tiempo para poder afrontarlo. Agradecí que no quisiera dejarme sola en aquellos momentos tan confusos que experimentaba mi cuerpo y mi corazón.
A lo largo de la última mañana, las dos nos sentamos junto a la ventana para poder admirar cómo una manada de jinetes ojibwa cruzaban nuestras tierras a galope tendido. Estaba demasiado lejos para poder advertir si Namid se encontraba entre ellos, pero recordarlo me produjo amargura. ¿Habría intentado visitarme en aquellos días? ¿Me consideraría culpable de lo ocurrido en la basílica? No tenía forma alguna de contactar con él, era el único que podía llegar hasta a mí y, por lo que aparentaba, no lo había hecho desde lo acaecido con Wenonah.
— Finalmente hemos adoptado la mala costumbre de Antoine de admirar a los caballos indígenas — apuntó Jeanne entre risas.
Quise hablarle de lo fabuloso que era Giiwedin, pero no podía. Aún no.
— Son preciosos — comenté.
— Padre debió de dejarnos aprender a montar, ¿no crees? — me miró —. ¿Te gustaría tener un caballo propio? Antoine deseaba regalarnos uno a cada una, pero por lo visto prefiere conversarlo con el señor Turner antes. Debe de conocer buenos criadores.
Y tanto que lo hacía.
‡‡‡‡
Poder cambiarme el sucio camisón y darme un baño me hizo sentir una persona nueva. Casi revoloteé en el agua de la tina y Florentine me comandó que me estuviera quieta para poder enjabonarme bien el cabello. Borré cualquier rastro de sangre y me animé a ponerme uno de mis vestidos favoritos: el verde esmeralda. No esperábamos visitas ni teníamos planes para aquella tarde, pero no me importó. Dejé el pelo suelto para que se secara libremente y, al mirarme en el espejo, reflexioné sobre si debía de seguir escondiendo el colgante ojibwa entre el escote y la mantilla o no. Lo había portado oculto desde que Antoine y Jeanne regresaron, puesto que era una prueba irrefutable, no de que aquellos indígenas me lo hubieran regalado, sino de que lo lucía orgullosa. Me aterraba que pudieran sospechar algo. Antoine no había tenido la oportunidad todavía de terminar aquella conversación; no lo había visto durante mi sangrado a causa de las directrices de decoro que dictaminaban que la mujer no debía de acercarse a ningún hombre a lo largo de su menstruación. Sin embargo, seguía pendiente.
Lista y con el corsé sinuosamente apretado, bajé a la planta inferior y encontré a Jeanne parloteando con su criada sobre las flores que deseaba encargar para la decoración de la casa. Ambas halagaron mi atuendo, pero mi hermana sabía que yo necesitaba despejarme y no me entretuvo. No hallé a Antoine en el salón, ni tampoco en el comedor que empleábamos para las partidas de naipes, así que supuse que estaría en la biblioteca o en su despacho. Estaba muy ocupado con los planos del nuevo cuartel de la milicia. Anduve hasta la biblioteca y la encontré vacía: solo el clavicordio me devolvió la mirada. "Estará trabajando", pensé. Escogí un libro al azar y me dispuse a salir al jardín trasero. Me sentía con ganas de cuidar el huerto, pero Jeanne me regañaría alegando que después del sangrado había que guardar reposo.
Me senté en la mecedora de madera y envolví mi cuerpo en uno de los abrigos de piel que los ojibwa me habían ofrecido como regalo semanas atrás. Aquella piel abrigaba más que cualquier manta y me encogí en ella mientras abría el libro por la primera página. Era otro de los manuales de Antoine sobre arquitectura clásica. En la contraportada descubrí una dedicatoria de un tal Denis Clément, su padre. Poseía una caligrafía difícil de descifrar, pero pude leer que le había regalado aquella obra para conmemorar la obtención del título universitario. Hojeé los diferentes grabados de columnatas jónicas y dóricas; el tiempo pasó lentamente. De cuando en cuando echaba un vistazo a la planicie desierta que nos rodeaba, esperando a que Namid apareciera en su caballo de un momento a otro. Finalmente me obligaba a dejar de mirar, consciente de que él desconocía que Antoine y Jeanne habían regresado. Creía que si lo pedía, acabaría resurgiendo del bosque sobre Giiwedin y terminarían descubriéndolo.
Y lo hizo.
Hubo un tiempo en el que luchaba por rebelarme contra el carácter imprevisible de Namid, como si fuera capaz de prever sus acciones. En aquella época lo pensaba, todavía no había descubierto que lo que yo catalogaba como un miedo, para él no era más que un riesgo; y que lo que yo tachaba de riesgo, para él significaba una oportunidad. Nuestra manera de comprender y relacionarlos con la realidad distaba de ser semejante y erré al creer que no aparecería aquella tarde. Me levanté de un resorte al distinguir la figura de un caballo marrón sosteniendo a un jinete experimentado que avanzaba hacia a mí. Corrí al borde de la cerca justo en el momento en que ambos llegaron. Namid portaba aquella banda dura de decoraciones geométricas sobre la frente y una pluma blanca le colgaba de la oreja izquierda.
— Debes irte — dije con urgencia antes de que pudiera saludarme.
No comprendía mis palabras, pero si el tono de mi voz y la expresión preocupada del rostro. Me observó con el entrecejo apurado y no pude dilucidar si se sentía molesto conmigo por lo ocurrido en el claustro. ¿Cómo era posible que lo hubiera echado de menos de aquella forma? Bajó del caballo con lentitud y yo le imploré que se fuera antes de que alguien pudiera verle.
— Vete. Por favor. Vete — impetré con angustia —. No quiero que te hagan daño.
— Waaseyaa — susurró, sin entender.
Se acercó más a mí, preocupado por mi reacción, y señalé a su caballo con ansiedad. ¿Había acudido a visitarme durante aquellos días de distancia? No lo sabía. Lo ocurrido con él, con Wenonah, con Jeanne..., me había herido, pero no lo hizo tanto como ver de cerca aquel rostro desorientado. "No es culpa tuya. No pienses que lo es", grité para mis adentros. Sus ojos se enredaban con la fina línea de pintura verde oscura que cruzaba su rostro horizontalmente a la altura de la nariz.
— Márchate — lo tomé de las muñecas para echarlo hacia atrás.
Él se resistió, confundido, y exigió que le mirase. "¿Por qué no comprendes que llamarán al gobernador si nos ven?", reprimí las ganas de llorar. Se llevó las palmas abiertas el pecho, con las muñecas cruzadas la una sobre la otra, y se golpeó el corazón. Luego las llevó al mío con un gruñido.
— Nishiime — dijo como queriéndome hacer recordar.
Porque yo era su hermana y él era el mío. Mi nisayenh.
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(PRONTO A LA VENTA) Waaseyaa (I): Besada por el fuego
Historical FictionEn los albores de la lucha por los territorios conquistados en Norte América, Catherine Olivier, una joven francesa de buena familia, viaja hasta Quebec junto a su hermana Jeanne para iniciar una nueva vida. Sufragada por sus propios miedos y pérdid...