Mazina'igan - Un libro

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El regreso de Jeanne trajo una oleada de jovialidad a la casa. Con su vientrecito ya palpable a través de las ropas anchas, llegó con una sonrisa curativa que poco tenía que ver con las malas noticias que nos ocultó. No pude culparla, estaba en su pleno derecho de querer vivir en una apariencia de seguridad, probablemente le ayudara a sobrellevar su embarazo. Sin embargo, tardamos varias semanas en descubrir las funestas consecuencias que su silencio perpetraba.

En plena primavera, con un sol que cada vez golpeaba más, dividía mis días en Montreal de forma obsesiva: por las mañanas, me levantaba en ayunas para cabalgar hasta el mediodía sobre Inola. Llegaba hasta los confines que mi temeridad me imponía y devoraba los emparedados que Florentine había introducido en mi macuto de las excursiones. De cuando en cuando, divisaba comitivas de soldados, incluso de indígenas, mas permanecía oculta para no tener que relacionarme con nadie que pudiera pedirme explicaciones. Me di cuenta que los batallones se dirigían al sur, donde Antoine trabajaba contra reloj, y las familias se marchaban hacia el norte, rumbo al hogar que habíamos abandonado sin garantías.

Por otro lado, tras comer todos juntos, durante las tardes me dedicaba a cuidar el jardín, enseñar a mi criada y, como novedad, practicar tiro con Étienne. Jeanne se había mostrado reacia al principio, pero el joven de ojos verdes había resultado lo suficientemente convincente para conseguir que yo pudiera aprender a empuñar un arma en caso de necesidad. No es que se me diera precisamente bien, por el contrario, tenía una pésima puntería..., no obstante, nos divertíamos. En ocasiones, veía a mi hermana mirarnos por la ventana con suspicacia: todavía creía que terminaríamos casándonos. En cierto modo, parecíamos estar emparejados, puesto que la confianza entre nosotros había aumentado y Étienne me trataba con sumo cariño. La tensión era evidente cuando me rodeaba por detrás para corregir la postura de mi brazo o me susurraba cómo apuntar a las piedras que había situado metros más lejos. A pesar de ello, los dos sabíamos nuestras respectivas posiciones y, lamentablemente, llegaría un día en que Jeanne conocería mi resolución definitiva.

El peligro fue evidente cuando, sentada en el salón al tiempo que las parejas de invitados al baile organizado por Étienne apuraban sus copas de vino, conté que no habría más de diez. Otras quince habían rechazado las invitaciones, alegando que se trasladaban a tierras más cercanas a Quebec y alrededores. Las presentes solo conversaban sobre las aldeas quemadas en la frontera y las victorias a pequeña escala del ejército francés.

En el momento en que Jeanne y yo nos quedamos a solas, tumbadas cuán largas éramos sobre su cama, ella anunció la sentencia que cambiaría nuestras vidas por completo:

— Necesito verle — siseó con la mirada perdida en el techo —. Necesito ver a Antoine.

Llevaba un mes sin verlo, encinta de cinco meses, y mi primer pensamiento al escucharla fue un arduo deseo de complacerla. La entendía, yo también echaba de menos a alguien, tanto que dolía como un muerto. Deseaba que al menos una de las dos pudiera cumplir sus anhelos. No supe en aquel momento lo que nos depararía el futuro.

— Partiremos lo más pronto posible. Le daremos una sorpresa.

— Nos regañará — se echó a reír.

Contenta, como ella solo podía causar, me revolví entre las sábanas y apoyé la cabeza en su clavícula. Cerré los ojos y me llevó las manos a su estómago abultado. Lo acaricié con lentitud, sin dejar de sorprenderme porque una criaturita estuviera creciendo allí dentro.

— ¿Sientes los latidos de su corazón? — murmuró, revolviéndome el cabello con candor.

Los sentía. Eran tímidos, pero perceptibles.

— ¿Qué crees que será? — le pregunté.

— Una niña — dijo con convencimiento —. Se llamará Catherine, como su tía.

(PRONTO A LA VENTA) Waaseyaa (I): Besada por el fuegoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora