Tenía las manos totalmente cubiertas de sangre cuando Florentine corrió a abrazarme. Antoine y Jeanne llegaron justo en aquel momento al marco de la puerta y mi criada se apresuró a detenerlo antes de que entrara.
— Señor, lamento que debe de permanecer fuera en este momento — intentó taparme con su propio cuerpo.
— ¿Cómo? — frunció el ceño.
— La señorita Catherine ha sangrado por primera vez — le respondió bajando la voz.
Antoine se ruborizó y Jeanne se llevó las manos a la boca. Yo solo podía pensar en lo aterrorizaba que estaba. ¿Por qué me caía sangre de las ingles? Había oído hablar del sangrado por los días en los que mi hermana permanecía encerrada en sus aposentos de nuestra casa parisina. No salía en tres días y estaba tumbada la mayor parte del tiempo. Mi madre no permitía que nadie, excepto nosotras y las criadas, la visitaran. Aquellos recuerdos me hacían relacionar el sangrado como algo pecaminoso y sucio. Sin embargo, desconocía que era un comportamiento biológico generalizado en todas las mujeres.
— Cariño mío... — se inclinó Jeanne sobre mí cuando Antoine cerró la puerta y nos dejó a solas. Me besó la frente como si nada hubiera ocurrido horas antes y me meció entre sus brazos —. No te asustes, pajarito...
— ¿Qu-qué me está ocurriendo?
— ¿Le ha estado doliendo el estómago estos días? — Florentine me miró con pupilas fraternales.
— Sí... — balbuceé —. ¿Estoy enferma?
— No, claro que no, cariño — se rió levemente Jeanne —. Se llama menstruación. ¿Madre no te habló de ello, verdad? — yo negué con el rostro —. Es algo que nos ocurre a las mujeres todos los meses del año. El cuerpo expulsa sangre durante un par de días y luego se vuelve a la normalidad. Por eso te dolía el estómago..., es algo molesto.
— ¿De ahí? — me señalé la entrepierna, asqueada.
— Sí — volvió a reírse —. No estás enferma, pajarito; es normal.
— Significa que ya ha dejado de ser una niña — apuntó Florentine con una sonrisa.
Aquel comentario no me sonó muy apetecible.
— Mi primer sangrado fue a los doce años, probablemente no lo recuerdes. Me sentí igual de asustada que tú y madre me lo explicó todo — me abrazó con fuerza.
— Usted lo ha tenido tarde. Es buen augurio, será fértil — dijo mi criada.
Aquel comentario tampoco me sonó muy apetecible.
— Florentine, prepárele un baño, paños y un camisón limpio.
— Enseguida — hizo una reverencia y salió de allí con sigilo.
— Hoy es un día de celebración, cariño: eres ya toda una mujercita — me acarició el pelo —. Tendrás que permanecer unos días en reposo hasta que el sangrado disminuya. Es algo engorroso, pero te acostumbrarás.
— Lo siento.
La disculpa me salió a borbotones y Jeanne se tomó varios segundos para responder.
— No debí gritarte así. Lo siento.
— Está bien — me consoló —. Me decepcionó bastante que te alegraras tan poco por volverme a ver — me hizo reír como solo ella sabía hacer —. ¿Qué secretos guardas, mi pajarito?
— No quiero volver a las lecciones de clavicordio — confesé con pesar.
— ¿Cuál es el motivo?
— Los niños.
— ¿No son de tu agrado?
— No quiero enseñarles que ser indio está mal.
‡‡‡‡
Thomas Turner tuvo que esperar un par de días para gozar de mi compañía en aquella salida a comer que me prometió. Todo tuvo que hacerlo hasta que mi primera menstruación pasó, pero aquellas horas en soledad me sirvieron para retomar el tiempo perdido con Jeanne. Le hablé del desagradable carácter del padre Quentin y de su dudoso trato con los niños indígenas. Comprendió que yo no quisiera regresar, pero había dado mi palabra y debía de empezar a entender que no existían muchos métodos para enseñar a los indios. Ella tampoco estaba a favor de su comportamiento, mas me sugirió que quizá mi presencia fuera una fuente de ayuda para aquellas criaturas. Si me desentendía, volverían a quedar a su merced, mientras que si me quedaba, cabía la posibilidad de influir en la férrea disciplina del clérigo. A decir verdad, sus palabras me convencieron. Además, las dos coincidimos en creer que el reverendo Denèuve tampoco se sentía cómodo con aquellas tácticas educativas y podía significar un apoyo más.
No pronuncié ni una sola palabra sobre Namid ni nuestras "excursiones". Sabía que mi hermana no aceptaría aquello. Me limité a contarle lo sucedido en la subasta de pieles, a grandes rasgos, y dejé que ella se explayara sobre su viaje al lago Ontario. Me habló de que allí coexistían muchas tribus diferentes y era un sitio agradable. Sin embargo, no tardó en llamar la atención respecto a un aspecto que yo ya había oído en boca de Thomas Turner y sus hombres:
— Yo no terminé sintiéndome del todo cómoda en el tramo final de nuestra estancia — dijo —. La zona está próxima a la frontera con los territorios de la corona británica y de vez en cuando se suceden conflictos con los ingleses. Giraras donde giraras había oficiales franceses. Se respiraba un ambiente tenso que no me gustó. No presenciamos ninguna reyerta, pero...
— Todos conversaban sobre eso en la subasta. ¿Sabes qué está ocurriendo exactamente?
— Parece ser que nuestras tropas están rompiendo no sé qué tratado. Reclaman que ciertos territorios son suyos y lo ingleses no parecen estar de acuerdo. Antoine me contó que hubieron algunas batallas hace años, antes de que se firmara la paz. Es algo confuso.
— ¿Qué opina él? — pregunté mientras observaba cómo la vela crepitaba.
— Dice que no debemos de preocuparnos, que estas disputas son comunes en Nueva Francia. La corona desea ampliar sus territorios, ya que los ingleses nos superan en población y tierras, pero no cree que llegue a estallar algo grave.
— ¿Una guerra? — musité.
— No digas tonterías, pajarito — se rió —. ¿Te ha metido el señor Turner esas ideas en la cabeza?
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(PRONTO A LA VENTA) Waaseyaa (I): Besada por el fuego
Historical FictionEn los albores de la lucha por los territorios conquistados en Norte América, Catherine Olivier, una joven francesa de buena familia, viaja hasta Quebec junto a su hermana Jeanne para iniciar una nueva vida. Sufragada por sus propios miedos y pérdid...