Maazhise - Mala fortuna

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Los días que pasé en el fuerte Richelieu estuvieron plagados de nuevos descubrimientos y contrastes. La ciudadela, si es que podía llamarla así, había aumentado en población, sobre todo en soldados. Todos sus habitantes bullían en trabajo: de un lado a otro, a veces pisándote sin querer, atravesaban de parte a parte la improvisada plaza con amplios tableros de madera destinados a construir la fachada anterior o con desgastadas palas para cavar desniveles suficientes para elevar una suerte de torre de vigilancia. A consecuencia de estas cimentaciones, Antoine apenas podía pasar tiempo con vosotras. Siempre desayunábamos juntos y nunca me atrevía a pedirle que me llevara con él; hubiera sido un disparate que yo apareciera entre los polizontes. Por otro lado, tampoco me atrevía a exigirle una explicación por mi apresurada marcha. No quería pensar que no deseara que estuviera allí, pero inevitablemente lo hacía.

Jeanne necesitaba reposo absoluto, por lo que gocé de amplias horas de tiempo libre en soledad. Ociosa, caminé por todos los rincones y me maravillé con el urbanismo. Todo parecía estar en la más absoluta calma, solo los casacas azules me recordaban que, en efecto, estábamos en guerra y que, ya a aquellas alturas, los franceses habrían atacado la frontera en el alto Ohio. Los soldados me impedían constantemente que saliera de las dependencias habilitadas para curiosear en los bosques que nos rodeaban como dos brazos gigantes. La mañana en la que me dirigí al edificio donde el emisario se encargaba del correo, vi a los primeros indios arribar al fuerte. Rápidamente noté que no eran ojibwa, ni hurón, ni mohawk. El general Chevalier y sus hombres, acompañados de Oso Gris, habían tomado provisiones de pólvora días antes de que llegáramos y marchado rumbo al sur. Mientras me colocaban las cartas en sobres apropiados, observé por la ventana a los recién llegados. Vi que eran saludados con normalidad y supuse que eran habituales allí y que probablemente vendrían de una exploración del terreno en busca de enemigos. A diferencia de la terrorífica apariencia de los mohawk, portaban anchos pantalones de piel de búfalo, anudados por el lateral del muslo, y camisas anchas. En la parte alta del cabello, tres plumas blancas lucían en vertical. No iban prácticamente pintados, solo con varias líneas anchas y negras en los pómulos, y portaban un distintivo collar de lo que parecían ser dientes de un animal enorme y peligroso.

— Señorita, ¿se encuentra bien?

Al escuchar la voz del emisario, me di cuenta de que había estado intentando decirme que debía firmar un documento antes de marcharme y yo ni siquiera lo había oído. Carraspeé, algo avergonzada, y le pedí disculpas. Él me miró con cierta diversión y salí de allí antes de que me hiciera preguntas. Ya en el exterior, seguí escudriñándoles con curiosidad. Habían dejado sus arcos y flechas a buen recaudo para después ponerse a cargar herramientas junto al resto de militares. El que parecía más anciano hizo un gesto con la mano y se dirigió al puesto de mando. Supuse que informaría a sus superiores de los resultados de su rastreo. Incoherentemente, lo seguí. Anduve unos cuantos pasos por detrás, fingiendo que caminaba despreocupadamente, y el indígena no advirtió mi presencia en ningún momento. En silencio, entró en el edificio y cerró la puerta tras de sí. Aquel era el lugar donde Thibault y Antoine trabajaban la mayor parte del tiempo, codo con codo con los comandantes de las tropas francesas, sin embargo, por mucho que yo fuera de la familia Clément, no podía entrar. Al quedarme quieta frente a la entrada, un par de soldados me estudiaron con extrañeza. Bajé el rostro y me alejé con cierto nerviosismo. No obstante, ya había ideado un plan alternativo: conocía un escondite perfecto en la parte trasera de los muros, donde los criados tiraban los desechos. Desde aquel escondrijo, directamente comunicado con uno de los despachos, podría escuchar su conversación. Sabía en buen grado que espiar no era una acción piadosa y que sería altamente castigada si era descubierta, pero si Thomas Turner me había asegurado que estábamos en peligro en aquella zona, yo necesitaba saber por qué y en qué manera. Por fin podían servirme de algo las lecciones de caza de Namid y sus primos: repté por la fachada, asegurándome de no ser vista, y me situé, agachada, bajo la ventana de las dependencias de Thibault. Había aprendido a mirar más allá de la vista, a analizar los detalles de los movimientos que se sucedían a mi alrededor y a memorizar palabras y lugares. En cuclillas, tapándome la nariz para no estallar en náuseas por el olor de las patatas podridas, agudicé el oído y distinguí la voz de Antoine:

(PRONTO A LA VENTA) Waaseyaa (I): Besada por el fuegoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora