Debwewin - La verdad

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Me fascinaba la elocuencia de los silencios de Namid. Se quedaba escudriñando el movimiento del agua corretear por el verde musgo y no movía ni un solo músculo. En aquellos instantes de paz no parecía peligroso, en absoluto; resultaba hasta artístico, como una escultura oscura repleta de detalles inconfundibles. No protestaba si le miraba, permanecía en la misma posición. ¿Qué estaría tramando? Recuperé nuestro primer encuentro con la facilidad de un parpadeo. Parecía tan triste en comparación con las imágenes que guardaba de él... No obstante, luchaba por ocultarlo. Hubiera querido acunarlo entre mis brazos como había hecho en su tienda. ¿Cómo alguien era capaz de temerle?

En calma, sus manos no tardaron en retozar sobre los arrugados pliegues del bajo de mi falda. Empezó a acariciar las costuras que marcaban el final de la tela con lentitud, sin sonreír. ¿Dónde estaba aquella picardía con la que solía arrebatarme las cintas? Era como si quisiera atesorar la memoria de las texturas que me conformaban. No tardó en descubrir las ya conocidas para él enaguas. Me quedé totalmente quieta y que no pusiera el grito en el cielo le sorprendió. Me dirigió una mirada algo divertida. "Catherine, estás dejándole entrar. Detente", me taladró mi consciencia. Mas yo sabía que Namid no se aprovecharía de mí. Para los indígenas, el tacto era una parte muy importante de las relaciones humanas, permitía establecer lazos con los demás. ¿Qué le dirían los encajes? Probablemente nada.

— Es muy incómodo — susurré, señalándome los ropajes.

Sus dedos treparon por la moldura de mi rodilla que se avistaba a través de las telas y comencé a ponerme nerviosa. Sus doradas pupilas crepitaban con el ávido huroneo, provocando que luciera como un joven de dieciocho años, inocente a su manera. Alcanzó el corpiño y circuló por la dureza que ocultaba mi verdadera piel.

— Es un corsé — dije con voz tremulosa.

Me eché a reír cuando él lo presionó un poco. Namid se preguntaba qué había debajo y por qué llevaba aquella especie de armadura. Era ciertamente irónico que aquella aprisionadora prenda de vestir pudiera establecer semejanzas con el armazón de un caballero. "Sirve para moldear nuestro cuerpo y hacerlo más apetecible", expliqué en mi mente. Dudaba de que le importaran demasiado las cinturas estrechas. Si por él hubiera sido, me lo habría roto de un tirón. Los indios vestían de la forma que les resultaba más cómoda para moverse, se habrían paseado prácticamente desnudos si el clima lo hubiera hecho posible.

— ¿Qu-qué ha-haces?

Me eché un poco hacia atrás cuando subió con la palma de la mano abierta desde mis costillas hasta el colgante. Lo hizo sin obviar la zona del cruce de mis senos. Nadie me había tocado en aquella parte. Fue casi ineludible; no le dio la más mínima importancia. El pecho se me encendió. Los pómulos estaban a punto de explotarme por la vergüenza.

— Qu-quíta-quítate — tartamudeé.

Ni yo misma conocía mi propio cuerpo. Por mucho que me estudiara desnuda frente al espejo, no entendía cómo funcionaba ni respondía a los impulsos íntimos. Lo que experimenté cuando Namid rozó mi escote me asustó, por incomprensible y por asfixiante. Apestaba a prohibido.

Dirigió sus manos a mi rostro y lo tocó como solía hacerlo. Sabía que los ojibwa tenían la tendencia de palpar las facciones de sus allegados para averiguar los más profundos deseos que lo movían. Creían que el semblante recogía el alma, podía ser un libro abierto en el que leer la naturaleza de las personas. Namid tomó el mío y me hizo mirarle. ¿Qué descubriría? Nuestros ojos se encontraron. Le sonreí, pero él estaba absorto en las líneas de mi mandíbula. ¿Le susurrarían aquellos rincones que era una dama asustada? Visualicé la cicatriz de Inola. No necesitaba que le rozaran la cara para conocer sus sufrimientos. En aquel momento fueron mis manos las que acudieron al mentón de Namid. Se tensó un tanto, aunque pareció que le agradaba que yo también quisiera descifrarle. Nos acariciamos mutuamente. Su piel estaba cubierta por una densa pintura. Ante su ligero asombro, alargué el brazo para mojarme los dedos y los llevé de nuevo a él. Con ayuda del agua, el pigmento se difuminó un poco. Quería verle sin nada más. Abruptamente, Namid sacó un cuchillo del pantalón, el que portaba mi cinta azul, y se cortó un trozo de su camisa humedecida.

(PRONTO A LA VENTA) Waaseyaa (I): Besada por el fuegoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora