Jeanne no sentía la suficiente credulidad para invitarlos adentro y yo no me atreví a confesarle que Namid había ocupado la silla en la que ella solía sentarse en nuestras tardes de té. Sin embargo, dejó que cruzaran la cerca y entraran al jardín trasero y ordenó a Florentine que trajera algunas sillas para ofrecerles un refrigerio. Al ver a mi criada, Namid la saludó con aquella voz grave y ella dio un respingo, sobresaltada.
— Aaniin, Florentine.
Aquel indígena era sin duda singular.
— Ho-hola Namid — le hizo una reverencia.
Él le sonrió levemente y le permitió a su hermana que se sentara en la mecedora de madera. Comenzó a balancearse entre risas y Jeanne se acercó para empujarla desde atrás. Conforme más la miraba, más vislumbraba las ansias que tenía por quedarse encinta y criar a sus propios hijos. Florentine le consultó si debía de avisar a Antoine, pero ella le instó a que no lo molestara por el momento, ya que se encontraba muy atareado.
Namid estaba de pie a mi lado, lo bastante cerca para notar el calor que emanaba su cuerpo. Por el rabillo del ojo vi aquella sonrisa cándida que alumbraba su rostro cuando miraba a su hermana. Bajé la barbilla con brusquedad cuando giró el cuello y nuestras miradas se encontraron. No quería que fuera conocedor de mi ávido interés por su persona. Me situaba en una posición de vulnerabilidad. Él no parecía nervioso por descubrirme observándolo: amplió la sonrisa y posó los párpados en mi ligero vestido.
— ¿Qu-qué ha-haces?
Di un respingo cuando se quitó una de pieles que le cubrían y me la puso sobre los hombros con detenimiento. Yo lo miré, asustadiza, y él hundió la vista en su hermana, inspirando con calma. La piel era tremendamente suave, olía a él, y me la acomodé para que no se cayera. Me encontré con las pupilas despiertas de Jeanne indagando en mi interior desde el porche. No tuve tiempo para dilucidar qué estaba pensando, ya que Namid echó a andar hacia el árbol que sostenía el columpio y lo analizó con desconcierto. Yo le seguí con paso indeciso y su curiosidad me hizo recuperar una sonrisa apacible. Me dijo algo en lengua ojibwa para averiguar en qué consistía aquel artefacto y me senté sobre él a modo de respuesta. Tomé un poco de impulso y comencé a oscilar hacia delante y hacia atrás bajo su extrañada mirada. Me detuve con los pies y lo invité a sentarse. Sin miedo me obedeció, a pesar de que la tabilla de madera era demasiado pequeña para su cuerpo. Tomé las dos cuerdas que servían de apoyo y balancín e intenté empujarlo. A duras penas lo conseguí, pesaba muchísimo. Él se echó a reír y yo intenté sacar los pies del barro. "Gracias por poner de tu parte", refunfuñé.
— Catherine, ayúdame a servir el té — me requirió Jeanne.
Salí como pude del fango con los zapatos pesados y subí al porche. Wenonah seguía jugando con la mecedora y Florentine había sacado una pequeña mesa para que pudiéramos acomodarnos. Colocamos las tazas con sus platitos y Jeanne dio su visto bueno.
— Traeré otra silla — nos hizo saber mi criada y desapareció.
— Gracias por todo lo que estás haciendo — le murmuré.
— Estoy siguiendo los consejos de Antoine — se encogió de hombros, sentándose —. Pensé que sería mejor que le entregaras nuestro regalo a Wenonah durante la lección, no ahora.
— Así lo haré.
Me apoyé en la pequeña balaustrada blanca y observé a Namid meciéndose con lentitud en el columpio, en paz. Era una imagen ciertamente divertida, ya que sus piernas eran demasiado largas y necesitaba arquearlas para alzarse en el aire. Por un momento creí que era feliz y eso me hizo sentirme también así. Podría haber pasado horas y horas mirándole y no me habría cansado.
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(PRONTO A LA VENTA) Waaseyaa (I): Besada por el fuego
Ficción históricaEn los albores de la lucha por los territorios conquistados en Norte América, Catherine Olivier, una joven francesa de buena familia, viaja hasta Quebec junto a su hermana Jeanne para iniciar una nueva vida. Sufragada por sus propios miedos y pérdid...