Aanji-bimaadiziwin - Una vida cambiada

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Antoine no añadió nada más, dolido, y yo no sabía qué debía de hacer para compensarle. Sumamente agotado por lo ocurrido, se encerró en su despacho antes de aconsejarme que reflexionara. No quería que me abandonara. Temía que mis defectos lo alejaran y ya no volviera a quererme como lo hacía. Aquella era la causa por la que nunca permitía que mi personalidad emergiera de entre las normas y los largos silencios: solo ocasionaba dolor a mis seres queridos. El arquitecto se había comportado como un padre. Me había acogido y comprendido..., ¿cómo había podido pagarle con artimañas y lloriqueos? Sin embargo, había actuado movida por la certeza de que jamás aceptaría que mantuviera una relación cercana con un indígena. Era lógico pensar aquello, a decir verdad. Pertenecíamos a mundos diferentes que no estaban destinados a cruzarse.

— Florentine, déjanos a solas — dijo Jeanne.

Ambas me habían guiado hasta mi habitación, sin decir ni una sola palabra, y me aterraba la inexpresividad del rostro de mi hermana. Mi mayor miedo era decepcionarla. Solo quería que estuviera orgullosa de mí. Ella había permanecido todos aquellos años junto a mí, criándome y protegiéndome más que nadie. No soportaría que ella me diera la espalda.

— A sus órdenes, señorita — agachó la cabeza, triste. Cerró la puerta sin antes dirigirme una mirada de ánimo.

Nos quedamos a solas, como habíamos estado la mayor parte de nuestras vidas, y algo entre nosotras se rompió aquel día. No supe cómo sucedió, pero sí que lo sentí. Fue delicado, como estirar un molesto hilo deshilachado y desligarlo de la costura del vestido. En silencio, Jeanne tomó aire y me miró fijamente.

— Permanecerás en tu habitación hasta nuevo aviso. Podrás visitar la biblioteca y tocar el clavicordio si así lo deseas, pero no saldrás al exterior hasta que lo considere oportuno.

Entreabrí la boca levemente, golpeada por aquellas comandas.

— No admitiré objeción. No pienso permitir que caigas en desgracia por un indígena, ¿me has comprendido? Estoy aquí para cuidar de ti. Se lo juré a nuestros padres y mantendré mi promesa hasta que me muera — se le quebró la voz. Tenía los ojos llorosos —. No saldrás hasta que se te pase esta locura. Recapacitarás.

¿Recapacitar? ¿Sobre qué? Sus palabras me transportaron a los alaridos del padre Quentin y a los discursos de moralidad del reverendo Denèuve. Algo en mi pecho se rebeló. Les había mentido y aquello había estado mal, había sido un error, pero no me arrepentía de haber sido amistosa con Namid. Nunca lo haría. No me convertiría en una usurpadora.

— Él es mi amigo. Lo aprecio — dije, firme e insegura al mismo tiempo.

— No me repliques, Catherine — se agitó —. Ya has hecho suficiente. Sé que entrarás en razón cuando te quites de la cabeza todas estas sandeces.

— No lo haré. No estoy loca — contesté —. Obedeceré, no saldré. Pediré disculpas una y otra vez por haberos mentido, pero jamás me convertiré en uno de ellos.

— ¿De qué demonios estás hablando?

— Él es mi amigo. Nadie va a cambiar eso. Yo..., lo aprecio.

Los oídos me retumbaron cuando Jeanne me abofeteó con dureza. Nunca me había puesto la mano encima. Me llevé las manos a la mejilla dolorida, estupefacta.

— Basta.

Susurró aquello en un hilo de voz y se echó a llorar. Parecía haberse quedado sin fuerzas, vencida, llevada al extremo por contemplar que yo había estado en peligro, por la posibilidad de perderme sin remedio. No podía mirarme a la cara.

— Obedecerás.



‡‡‡‡



Como había anhelado tantas veces desde que habíamos desembarcado en Quebec, me hundí en las sábanas de mi cama y me oculté de la luz de las velas que me acosaba con su llamarada. Las lágrimas se mezclaban con la textura sedosa de la almohada y me hice un ovillo. La mejilla seguía enrojecida por la bofetada de Jeanne y el corazón me palpitaba con fuerza. El pequeño gorrión tenía las alas rotas, frenado en su primer intento de elevarlas al firmamento. Todo había sucedido demasiado rápido. Mi hermana no había deseado escucharme, como pensé que lo haría si era conocedora de la existencia de Namid, y aquello me dolió más que cualquier otra cosa. Me atemorizaba aceptar que ella era una intransigente. No podía ser como ellos. Quise creer que decidía en base a la ignorancia que me había poseído a mí también en mis primeras semanas en Nueva Francia. Jeanne no era una joven segregacionista; era humilde y gentil. "Tiene miedo a lo que desconoce, eso es todo", pensé. Sin embargo, la bofetada seguía latente. Aún me costaba tomar por cierto que ella me hubiera pegado. Jamás habíamos discutido y parecía que existía un abismo entre las dos.

Algo estaba cambiando. Yo no era la misma persona. No sabía si a peor o a mejor, pero no lo era. Un deseo de sublevación ante las injusticias que había presenciado me calentaba los labios. El ave enclenque que yo era todavía vivía en mí. Chillaba por recuperar la cordura. Volver a la cinta para caminar siempre mirando al suelo. Pero mi cinta reposaba en el cuchillo de Namid. Lejos de los temores y la vacuidad de una vida superficial.

Por primera vez, sentí que mi vida tenía sentido y merecía la pena.

(PRONTO A LA VENTA) Waaseyaa (I): Besada por el fuegoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora