Onendam - Ella decide qué hacer

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Mi cama estaba completamente vacía, con mi liviano cuerpo ocupándola, en el profundo silencio de la noche. A partir de aquel día, Jeanne no volvería a dormir conmigo. No me había percatado de ello hasta que fue demasiado tarde para despedirme como Dios manda. Ahora mi hermana tenía obligaciones matrimoniales que cumplir y yo seguiría siendo prioritaria, pero secundaria en aquel ámbito. Me puse nerviosa al pensar que Jeanne estaría ahora mismo en el interior de la cama de Antoine. Ambos habían intentado actuar con fluidez, yéndose arriba con supuesta calma, pero todos en la casa sabíamos lo que implicaba. Eran marido y mujer. "Jeanne debe de sentirse muy agitada", pensé. Mi madre nunca me había explicado lo que ocurría entre una pareja, el mero hecho de meditar sobre ello me ruborizaba, pero no había que ser muy avispada para comprender el alcance de la noche de bodas.

No se oía ni un alma, ¿estarían sus sábanas, al igual que las mías, susurrando con el movimiento de sus cuerpos abrazados? Jeanne era muy buena rodeándote con sus bracitos suaves. "No seas tan ingenua, Catherine; no están abrazándose", murmuró mi conciencia. Me sonrojé. ¿Qué estarían haciendo entonces? ¿Qué era lo que hacían los adultos? Mis conocimientos limitados me llevaban a concluir que debía creer por fuerza que los besos llegaban a engendrar bebés. ¡Niños! Tenía tantas ganas de que Jeanne me obsequiara con un par de sobrinos rollizos. Sentía predilección por las niñas, así podría decorarles el cabello con hermosas cintas de pelo, Annie me enseñaría.

En mi insomnio, palpé el cuello para encontrar el colgante ojibwa. Estaba conformado por un redondel con cuatro extremos rectos de madera que sobresalían en cada punto cardinal y una pequeña protuberancia, de forma también redonda, en el centro del círculo. No estaba en absoluto pintado, pero el material había sido trabajado con corrección, ni una sola astilla asomaba. Lo toqué y me pregunté cómo estaría Namid y si su compañero salvaje se habría recuperado del tiro. Hacía más de una semana que no lo veía, era como si hubiera desaparecido entre las ramas del árbol donde nos encontramos en la oscuridad para no volver. No es que quisiera verlo, me preocupaba la idea de que el gobernador acabara por enterarse del incidente y tomara represalias. No quería verlo. O eso creía yo. Lo deseara o no, algo estaba claro: tenía que encontrar la forma de decirle a Jeanne que no los acompañaría a su viaje de novios al lago Ontario. Hubiera sido muy egoísta por mi parte aceptar, era su viaje, no el mío. Ninguna hermana pequeña acompañaba a una pareja de recién casados. No mucho tiempo atrás, habría hecho todo lo posible para marcharme con ellos y no quedarme sola aquí, pero ahora se sentía distinto. La echaría de menos, a los dos, pero debían de disfrutar de su luna de miel y yo me las arreglaría con la ayuda de Florentine y Thomas Turner. Quizá me atrevía a ir a visitar al reverendo Denèuve en solitario, sin duda se alegraría. Podía ocupar mis horas con las clases a Florentine y los rezos en Notre-Dame.

El jardín trasero seguía esperándome.

¿Estaría pensando Namid en mí?



‡‡‡‡



Esperé encontrar a una Jeanne diferente en su primer día como esposa de Antoine, pero lo cierto es que solo el rubor de sus mejillas revelaba su unión en matrimonio. La vi más destellante que de costumbre, con un brillo juvenil en los ojos, pegada a su marido como si se hubieran fusionado en uno solo. Por su parte, el arquitecto la miraba como hechizado, como si necesitara que alguien lo pellizcara para despertarle de un buen sueño, y no paraba de besarle las mejillas. Parecía no existir nadie más, solo ellos dos.

— Buenos días — los saludé, sentándome en la mesa del salón. Cogí un huevo hervido y comencé a partirlo. No sabía cómo decirles que no partiría con ellos. — ¿Ya tenéis todo listo?

— Debemos marchar en una hora, antes de que empeore el temporal — dijo Antoine, riéndose con Jeanne de una chanza que solo parecían entender ambos. — ¿Estás preparada?

Tragué saliva y hundí la vista en el plato de porcelana mientras anunciaba:

— Quería hablaros del viaje. — provoqué que los dos me miraran. — Sé que deseabais que yo os acompañara, pero he estado reflexionando y creo que debería permanecer aquí, en casa.

— De ninguna manera, cariño — objetó Jeanne.

— Es vuestro viaje matrimonial, no quiero entrometerme — apunté con apuro. Me era altamente complicado explicarme, hablar en voz alta, pero sabía que debía de hacer el esfuerzo. — Creo que es mejor que me quede aquí. Deseo seguir las lecciones con Florentine y visitar al reverendo en la ciudad. Thomas Turner cuidará de mí. Estaré bien.

— Pero...

Antoine me miró y supe que no insistiría, no porque me considerara una interrupción en su luna de miel, sino porque se había dado cuenta de que estaba comenzando a poner de mi parte para adaptarme a aquel lugar. Me estaba alejando de la sombra del vestido de Jeanne. Estaba enviando lejos la amargura. Y era precisamente lo que él anhelaba de mí. Por ello me sonrió y añadió:

— Estarás bien. 

(PRONTO A LA VENTA) Waaseyaa (I): Besada por el fuegoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora