Zaagi'iwe - Ella le ama

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Hice oídos sordos a los numerosos intentos de averiguación por parte de Florentine sobre la suciedad y el extraño aroma de mi vestido. Alegué que me había caído en el jardín trasero mientras conversaba con Étienne y la aparición en la conversación del joven francés eludió cualquier cavilación más sobre mi agitada noche.

— ¿No le parece apuesto? — quiso saber mientras me cepillaba el cabello.

— ¿Étienne?

— Posee más gallardía que muchos oficiales.

Recordé su gesto de consuelo al verme en el pasillo horas antes y sonreí frente al espejo.

— Es mejor persona que muchos oficiales.

Florentine me miró con cierta sorpresa, ya que yo no era muy dada a hablar sobre las virtudes de otras personas, y supuse que pensó que estaba interesada en él. Su rostro brilló con intensidad y, a pesar de que estaba de buen humor, la conciencia me repitió que Étienne era el hombre que debía de esperarme en el altar, no Namid. Todos esperaban aquello de mí. En cierto modo, hasta yo lo hacía.

— Bajemos a desayunar, tiene que estar hambrienta.


‡‡‡‡


Intenté calmarme cuando me senté al lado de Jeanne. Ella me miraba de forma inquisitiva, pero no porque supiera lo que había ocurrido realmente, sino porque todavía seguía latente el especial baile compartido con Étienne. Éste estaba frente a mí, bebiendo vino de su copa, y nuestros ojos se encontraron con complicidad. Conforme más me miraba, más advertía la curiosidad que sentía por mi persona. "No todas las mujeres se escapan por la noche a lomos de un caballo indígena...", me entró la risa.

— Buenos días, Catherine. ¿Te sientes mejor? — inauguró la charla Antoine.

— Sí... — carraspeé —. Necesitaba descansar. ¿Cómo terminó la fiesta? — cambié de tema.

Thibault me contó con pelos y señales todo lo que había sucedido en el salón tras mi ausencia. Le escuchaba sintiéndome profundamente culpable con todos los presentes. No podía volver a caer en las mentiras, se merecían mi sinceridad. En el momento en que Antoine comenzó a hablar de uno de los invitados, me acerqué un poco a Jeanne y le susurré que deseaba hablar con ella en privado cuando termináramos de desayunar. Ella frunció el ceño, pero no tardó en sonreírme, agarrándome de la mano por debajo del mantel. Étienne nos observaba sin perderse un mísero detalle. Estaba aterrada por lo que se avecinaba.

— Vayamos a tu habitación — sugirió cuando hubimos acabado de comer.

Todos los hombres presentes tenían planes de marchar a Quebec, por lo que estaríamos a solas en la inmensidad de la casa. Me pareció ver cómo Étienne intentaba infundirme ánimos a través de sus ojos oliva antes de desaparecer de allí a caballo. Jeanne y yo subimos a la segunda planta y nos sentamos sobre mi cama perfectamente organizada. No sabía cómo empezar. Me sudaban las manos y el estómago me daba vueltas.

— Adelante, pajarito, dispara — rompió el silencio.

¿Cómo iba a decirle que me había marchado en mitad de la noche con Namid? Era un sin sentido.

— Vamos, ¿te ha mordido la lengua el gato? — se rió —. Sé que estuviste a solas con Étienne y te acompañó hasta tu habitación.

— Ayer pasé la noche en el poblado de Namid — solté a borbotones.

Su expresión se tornó pálida y me soltó la mano. "Ya está dicho", inspiré.

— ¿Qué has dicho? — le falló la voz.

(PRONTO A LA VENTA) Waaseyaa (I): Besada por el fuegoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora