Automáticamente cerré los ojos, casi de forma mortuoria, al sentir el abdomen de Namid acechando mi espalda. Una media sonrisa cubrió mis labios inocentemente juguetones. Apoyé la nuca en su pecho, inspirando, dejando ir las ansias de experimentar aquellas sensaciones asfixiantes, placenteras, que era capaz de despertar en mí. Sus manos tibias no tardaron en introducirse, como una víbora, por debajo de mi camiseta deshilachada de lino amarillento. Apreté los párpados y dejé ir un suspiro a modo de respuesta. A diferencia de lo que sucedía cercano tiempo atrás, sus dedos ya no temblaban: las yemas rozaron mi piel desnuda con decisión y me estremecí entera.
— ¿Cuál era la pretensión de provocarme?
El temblor de mis muslos aumentó al escuchar aquel sugerente susurro en el lóbulo de la oreja. Era evidente que mis estratagemas habían funcionado con creces. Mi sonrisa se hizo más amplia y no opuse resistencia cuando su tacto llegó a la curvatura inferior de mis senos por encima de la tela apretada que los ocultaba. El suspiro fue más claro.
— Te echaba de menos...
Noté cómo él también sonreía con cierta satisfacción narcisista. Me excitaba sobremanera advertir cómo su orgullo masculino intentaba vencerme. Porque yo no quería ser vencida, yo quería dominarle.
— Podrían vernos... — murmuró, aunque realmente no le importara en absoluto.
Entre risas, me zafé de su agarre y tiré de él hasta ocultarnos en la zona más boscosa como dos adolescentes hechizados el uno con el otro. Los troncos nos cubrían algo más y fue aquella superficie dura y rasposa la que golpeó mis hombros en el momento en que Namid me empujó hacia atrás para acorralarme contra su ancho cuerpo. Sus pupilas se asemejaban a las de un lobo, rojizas por la impaciencia y las ganas.
— No seas brusco... — pedí en voz baja, consciente de que era parte del juego.
Él encarnó las cejas fugazmente. Aflojó la fuerza de sus manos sobre mi estrecha cintura y me preguntó con cierta diversión:
— Mademoiselle, ¿cómo desea que sea?
Le escudriñé con una mezcla de cariño y anhelo. ¿Cómo deseaba que me tratara? Lo desconocía. No tenía ni una mísera idea de qué lo que me agradaba en asuntos de alcoba. Una mujer carecía de derechos, como en todo lo demás, en ese aspecto concreto. Estaba supeditada a los gustos de su pareja, quien en la mayor parte de los casos buscaba únicamente su propia satisfacción. ¿Cuántas habían permanecido subyugadas a los caprichos del hombre, sin conocer el funcionamiento de su goce personal? No quería que aquello me ocurriera a mí.
— Suave, delicado... — me requebraron los labios.
Namid sonrió levemente. A continuación me volvió a rodear por la cintura con la larga extensión de su brazo. En una ráfaga seca me estrelló contra él hasta que mi nariz tocó su barbilla. Nuestros ojos se hubieran comido a bocados.
— ¿Así? — dijo por un lado de la boca, socarrón.
— Más suave...
Sin soltarme ni reducir la presión, empleó la mano que tenía libre para retomar la atención sobre lo que escondía la parte de arriba de mis prendas masculinas. El escalofrío me hizo dar un respingo. Nuestros labios se atraían como dos fuerzas divinas, mas ninguno de los dos dábamos el brazo a torcer para besarnos.
— ¿Qué vas a hacer? — siseé.
— Verlos — contestó con concentración.
Mis mejillas se encendieron violentamente al entender que se refería a mis pechos.
— ¿Có-cómo?
— Siempre he querido verlos.
Sabiendo que poseía mi permiso para todas sus fantasías, fueran las que fueran, Namid agarró la tela por los extremos e intentó bajarla. Me quejé con cierto dolor, puesto que aquel trapo estaba atado a conciencia, tanto que a veces me costaba respirar o pensaba que mis atributos femeninos habían sido tragados por la tierra.
— Despacio... — pedí de nuevo —. Quítame la camiseta...
— No necesito quitártela — apuntó con seguridad —. Déjame hacerme cargo.
Con una calma que era capaz de humedecer mis raíces internas, se acercó, inclinando la cara para unificar nuestra diferencia de estatura, y me besó con ternura. Por mucho que luchara por aparentar, los dos éramos conscientes de que estaba asustada. Le agarré el rostro, hundiéndolo más en mis labios con urgencia, y Namid aceptó el reto dedicándose diligentemente a mi boca hasta dejarme sin aliento. Era como volar sin alas alrededor de las estrellas, como notar el agua fría colarse entre las grietas de los pies, como si una flor naciera en el interior del vientre.
— Te necesito — confesé en un jadeo.
Nuestro contacto se tornó todavía más apasionado. Mientras, encontró el nudo que ataba el sostén improvisado. Sin pensar lo soltó. Solo debía de ir dándole vueltas en el sentido contrario a las agujas del reloj para deshacerse de él. Así lo hizo. Entre besos, fue desanudando la tela. Yo gemía a través de su garganta.
— Quiero verlos — repitió, notablemente alterado.
El recubrimiento cayó a la hierba con lentitud.
— ¿Ves? No he necesitado quitarte la camisa, mademoiselle — se rió.
Irónicamente, el simple hecho de portar aquello, a pesar de que me tapara sucintamente, provocó que estuviera más cómoda. Estar tan abiertamente desnuda ante él era un paso relevante que probablemente necesitara una intimidad mayor que la de un bosque en campo abierto. Por ello había efectuado aquellos pasos y no otros: Namid comprendía mi situación y no pretendía inducirme a algo que pudiera perjudicarme.
— Na-Na-Namid... — balbuceé cuando él empezó a propinarme pequeños besos sobre la extensión de mis virginales senos por encima de la camisa. Percibí cómo se tensaba, conteniéndose para no abalanzarse, y luchaba por ayudarme en el descubrimiento de mi sexualidad sin romper mis ritmos —. Van..., van a ver...
— Haberlo pensado mejor — sonrió con picardía —. ¿Me permite, mademoiselle?
Mi afirmación o negación no significaban nada, así que Namid pasó de usar los labios a emplear la lengua. Mi espalda colisionó con el tronco y el gemido, que ya carecía de boca ajena en la que desprenderse, sonó por encima de los pájaros. Introduje, mareada, mis dedos en su denso pelo en el momento en que él halló los pezones.
— Son rosados, ¿no es cierto? — murmuró con la respiración agitada, succionándolos entre aquellos labios maravillosos.
Quería verlos, pero resistió. La fascinación que le despertaban residía en que las mujeres de su etnia, dada su piel oscura, poseían unos pezones amarronados, a diferencia de los de las blancas. Los míos eran como Namid había imaginado, además de pequeños y perfectamente redondos. Todavía los amparaba la camiseta, pero era una barrera tan fina que se trasparentaban. De la peca superior de mi seno izquierdo subió por la clavícula, por el cuello, para luego volver a descender. Podrían haberle arrestado por aquellas cosas que me hacía. Sus dedos empezaron a masajear la forma esférica de mis pechos: le cabían en la palma semicerrada, dado su considerable tamaño para mi complexión. Azorada, advertí cómo se endurecían. La cabeza me daba vueltas y vueltas.
— ¿Por qué tu piel sabe tan bien? — jadeó calurosamente en mi garganta. Estábamos enfermizamente cerca y capté que su anatomía también está cambiando a causa de las emociones: lo que ocupaba su pantalón había crecido y golpeaba la entrada de mi ombligo. ¿Qué era aquello? — Vas a volverme loco...
El viento movía algunas hojas, haciéndome cosquillas. Éramos libres: la naturaleza nos acunaba.
— Lucha a mi lado hasta que el gran espíritu nos lleve...
No importaba que la lujuria nos poseyera, siempre desembocaba en un amor tierno y puro. Nos requeríamos más allá de la carne..., era más profundo que eso.
— Siempre — gemí con las rodillas a punto de flaquearme —. Siempre estaremos juntos.
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(PRONTO A LA VENTA) Waaseyaa (I): Besada por el fuego
Historical FictionEn los albores de la lucha por los territorios conquistados en Norte América, Catherine Olivier, una joven francesa de buena familia, viaja hasta Quebec junto a su hermana Jeanne para iniciar una nueva vida. Sufragada por sus propios miedos y pérdid...