Finalmente accedí a acompañar a Jeanne a la ciudad para hablar con el reverendo Denèuve. Dentro de una semana, ella y Antoine se unirían en sagrado matrimonio y todo debía de estar en orden. Florentine acudió temprano a mi habitación para vestirme y estrené el nuevo corpiño. Jeanne había sido más oportuna de lo que ella misma creía, ya que la mayoría de mis corsés estaban quedándoseme pequeños. Yo no había notado una gran mejoría en mi ganancia de peso, pero todos comentaban que aparentaba una complexión más saludable cada vez que me veían, así que terminé por confiar en sus palabras. El color crema me favorecía, pero el corpiño marcaba más mis curvas y me apretaba el pecho hasta casi asfixiarme. ¿No vestían las inglesas con mayor comodidad? Elegimos una casaca y una falda de estampado floreado en marrones y verdes oscuros. Me puse los guantes y sustituí mi habitual sombrero por una mantilla blanca de encaje para cubrirme el cabello recogido en un conjunto de trenzas recogidas en un rodete. Íbamos a visitar la iglesia, así que la extendí por la parte descubierta de mi escote y guardé el regalo de Jeanne que colgaba de mi cuello en su caja de terciopelo azul. Me deshice del resto de las joyas para acudir en el mayor recogimiento posible.
- Estáis radiantes. – comentó Antoine mientras nos ayudaba a subir al carruaje. No podía acompañarnos, ya que era una visita estrictamente íntima entre la futura esposa y el clérigo. – No os demoréis demasiado.
Le plantó un beso recatado en la mano a Jeanne, quien se sonrojó, y después me lo di a mí, esta vez en el guante y sin mirarme directamente a los ojos. Aquella era una forma muy francesa de hacer distinción entre las distintas mujeres de la vida de uno. Yo ladeé la cabeza en forma de despedida y Antoine le ordenó al cochero que comenzara su marcha. Desde que habíamos atracado en Quebec, no había vuelto a montarme en el carruaje. Recordaba con complacencia el recorrido que iba desde el ciudad a nuestra casa, por lo que me eché un poco hacia atrás en mi asiento y disfruté de las vistas. No teníamos prisa, por lo que los caballos avanzaban a un ritmo asequible. Jeanne parecía ir contando los abedules que se nos aparecían, pero yo sabía que estaba nerviosa por el modo en el que se frotaba las muñecas. Aquel país estaba lleno de árboles, no se terminaban nunca.
- El reverendo se alegrará de verte.
Considerando que no había pisado la iglesia desde que llegué, Jeanne tenía razón. Me sorprendía aquel comportamiento, ya que siempre había sido una joven bastante devota, influida por la vehemente fe de mi madre, pero la tristeza que había terminado por poseerme había conseguido apartar mis oraciones diarias. Tal vez los rezos me ayudarían a cambiar mis desanimadas expectativas.
Pasamos por la misma granja que recordaba de mi primer día en aquel continente y el grupo de hombres que estaban trabajando la tierra se detuvieron al vernos cruzar el camino. Algunos de ellos inclinaron el rostro en señal de saludo y nos sonrieron. Pensé que conocerían a Antoine, puesto que era querido en la comunidad, y que la sangre noble de nuestra familia también tendría bastante peso. Jeanne les devolvió el saludo con medida educación.
- La ciudad te gustará. – dijo cuando los dejamos atrás. – No es de gran tamaño, pero está poblada por gente agradable. La mayoría de ellos nos conocen, algunos incluso recuerdan a padre. Me es placentero conversar con franceses, me siento un poco en París aunque estemos aquí.
Tendría que volver a adaptarme a relacionarme con otras personas que no consistieran en Florentine o Thomas Turner. Si me agradaba la visita, no dudaría en regresar en más ocasiones. Por una vez dejaría de ser tan terca y barajaría las sugerencias de mis seres queridos, puesto que cada vez la certeza de que no regresaría a Francia era mayor.
El cochero detuvo el carruaje con lentitud junto a una destilería y nos ayudó a descender con caballerosidad. Enseguida avisté el alboroto de las gentes circulando por los rudamente asfaltados caminos: cruzaban de un lado a otro de la calle y conversaban animosamente. Distinguí a varios grupos de hombres descargando heno y madera, así como comercios llenos de francesas dispuestas a gastarse todas las monedas de sus maridos. Había tiendas de alimentos, de ropa, el puesto de correos, los gabinetes del gobierno... Los de la milicia estaban rodeados de oficiales que se reunían en la taberna de Louis para comentar sus conquistas semanales. Necesitábamos cruzar la ciudad para alcanzar la iglesia, así que comenzamos a caminar con paso distinguido. Varias personas saludaron a Jeanne y el boticario llamó su atención desde el interior de su establecimiento para que entráramos a ver su género. Ella se excusó con una sonrisa y continuamos nuestra marcha. Todos iban vestidos a la francesa, aunque algo más austeros, y los carruajes no paraban de circular cerca de nosotras en un frenético movimiento que llegaba desde la ciudad de Montreal hasta el centro de Quebec. Era una ciudad que había evolucionado rápido en muy poco tiempo, pero que intentaba imitar en la mayor medida posible el ambiente y las costumbres de Francia. Había una gran multitud de comercios de artesanía y Jeanne me señaló un seminario que había sido fundado hacia casi cien años antes. Parecía una urbe con poca historia, construida por el hombre moderno, pero había superado ya el proceso de adaptación que otras muchas colonias de Nueva Francia estaban todavía experimentando. Era próspera, segura y hogareña, lo que me satisfizo. La arquitectura de los edificios era ciertamente diferente a la que caracterizaba la fastuosidad francesa. La mayor parte de las estructuras estaban construidas en madera, el material más abundante de la región, y los tejados eran picudos. "Antoine sabrá explicármelo mejor", pensé. ¿Era así como lucía una colonia?
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(PRONTO A LA VENTA) Waaseyaa (I): Besada por el fuego
Historical FictionEn los albores de la lucha por los territorios conquistados en Norte América, Catherine Olivier, una joven francesa de buena familia, viaja hasta Quebec junto a su hermana Jeanne para iniciar una nueva vida. Sufragada por sus propios miedos y pérdid...