En las semanas sucesivas, todos nos inmiscuimos en la construcción de la pequeña cabaña de madera que haría la función de escuela en el poblado. Antoine diseñó los planos y Thomas Turner congregó a unos cuantos hombres para efectuar la mano de obra. Conseguimos hacerlo antes de que comenzaran las nevadas. Yo me sentaba junto a Jeanne en una pequeña colina que Wenonah nos mostró y veía cómo la construcción avanzaba bajo la colaboración de los jóvenes de la tribu. De cuando en cuando, Huyana se sentaba con nosotras en la compañía de otras mujeres y nos trenzaban el pelo mientras comíamos moras. Los hombres trabajaban cortando maderas simétricas y alzando la estructura. Inola, Ishkode y Namid, los más fuertes, efectuaban el trabajo del doble de hombres en la mitad de tiempo. No había hablado con Namid desde lo ocurrido. Era difícil quedarnos a solas, puesto que el frenético movimiento de la novedad y la ilusión por el proyecto impedía parar ni un solo instante. A pesar de aquello, me sentía feliz. Los niños estaban muy ilusionados y era suficiente. Parecía una mentira de buen gusto asistir a una hermandad de hombres blancos e indios colaborando codo con codo. A aquellas alturas, todo Quebec se había enterado de nuestros propósitos: se murmuraba en cualquier lado sobre la familia Clément, los chiflados Clément, comandados por una joven dama medio india llamada Catherine. No obstante, los clérigos todavía no se habían propuesta hostigarnos.
Estaban terminando de armar el tejado mientras leía el primero de los voluminosos tomos que Antoine me había regalado para mi tarea educativa. Era una de las ediciones de una gramática francesa que permitiría aprender a enseñar mi lengua. No había escatimado en gastos y me habían llegado desde Montreal, junto con un diccionario que me hizo saber que había sido sufragado por Thibault. Estaba estudiándolo y algunos indígenas se acercaban de cuando en cuando para averiguar qué era aquel objeto que sostenía con tanta atención. En nuestras estancias diarias en el poblado, había podido conocer algunas costumbres de los nativos. Salían todas las mañanas a pescar, puesto que debían conformar provisiones antes de que todos los ríos se congelaran. Un grupo partía en grandes barcas de madera con forma de zapato; otro se dedicaba a cazar con lanzas y flechas. Las mujeres permanecían al lado de los niños, pero los dejaban corretear a su antojo. Era un detalle que llamaba mucho mi atención: eran criaturas muy bien educadas, a pesar del libre albedrío con el que eran tratados. No necesitaban de una mano de hierro, represiva como había sido la de mis padres, para crecer. Vagaban a sus anchas por el terreno, manchados siempre hasta arriba de barro, y sus sonrisas eran bellísimas. Sus madres ocupaban su tiempo cocinando y cuidando de los cultivos y del ganado. Descubrí que poseían un pequeño huerto. Sin embargo, las jóvenes del poblado estaban plenamente capacitadas para luchar y cabalgar junto a los hombres. No eran pocas las ocasiones en las que las veía practicar con el arco o realizar carreras de caballos con Waagosh y Namid. No se daban horarios fijos, mas a las familias les gustaba reunirse para comer y conversar. Reían la mayor parte del tiempo; amaban la música, siempre escuchabas un tambor a lo lejos. Los ancianos eran venerados, se les pedía consejo continuamente, y todo se aprendía observando. Nos separaba más que un océano, pero nos habían acogido con los brazos abiertos.
— ¡Poseen tantas hierbas medicinales! — oí que Florentine le decía a Jeanne.
Mi criada venía conmigo a todas partes y me hizo sonreír que se sintiera a gusto entre los ojibwa. No había sido así al principio: aterrada, no se apartó de Antoine en todo el tiempo. No obstante, los niños no tardaron en acercarse a ella. Poco a poco, fue confiando en ellos. No se separaba de Mitena, la más experta en medicina junto con su marido. Era divertido observarlas, ya que no se entendían, pero se hablaban la una a la otra en sus respectivos idiomas y yo me preguntaba qué se dirían.
— Señorita Catherine — apareció Thomas Turner, fatigado —, necesito que vea algo.
Marqué la página de mi libro con una de las hojas de abedul que me había regalado Wenonah y lo cerré con lentitud. La tensión seguía reciente cuando el mercader me tomó de la mano para ayudarme a alzarme del suelo. No había desaparecido desde aquella conversación. Yo no me sentía afrentada, mas evitaba el tema obsesivamente. Mi insistente reserva produjo que él decidiera no reabrir la cuestión, aunque sabía que buscaba el modo de pedirme disculpas.
ESTÁS LEYENDO
(PRONTO A LA VENTA) Waaseyaa (I): Besada por el fuego
Historical FictionEn los albores de la lucha por los territorios conquistados en Norte América, Catherine Olivier, una joven francesa de buena familia, viaja hasta Quebec junto a su hermana Jeanne para iniciar una nueva vida. Sufragada por sus propios miedos y pérdid...