Primavera de 1753
Las nevadas habían desaparecido por completo, aunque el frío seguía impidiendo que los rayos de sol consiguieran hacer florecer los jardines. En casa, luchábamos por mantener todo a flote en una apariencia de tranquilidad que nada tenía que ver con la situación exterior. Antoine, en su privilegiada posición de arquitecto encargado de los cuarteles para la milicia, nos había prohibido que le comunicáramos a cualquiera lo que sabíamos. Por el momento, pocas personas en Quebec conocían que Gran Bretaña estaba pactando atacar las comitivas francesas en Ohio, aliándose con las tribus afines a los intercambios mercantiles con los británicos. Habían sucedido diversas escaramuzas en ambos bandos, expediciones de espionaje que habían provocado bajas mutuas, incluidas las de los indígenas que buscaban amparo en la corona que fuera mejor postora. El gobernador de Quebec, junto con el de Montreal, no había escatimado esfuerzos en convencer a las tribus colindantes, las cuales, en su gran mayoría, habían decidido ayudar a Francia en caso de invasión. Los Algonquin, Lenape, Ojibwa, Ottawa, Shawnee, Wyandot y Huron habían terminado por acceder.
En aquel viaje que nadie se había molestado en explicarme, Ishkode y Namid habían acudido a la Bahía de Hudson en nombre del líder de su clan para la celebración de un consejo tribal cuyo objetivo era decidir la participación o no en las disputas de los dos imperios colonizadores. Ellos también formaban parte de ese mísero grupo sabedor de lo que se aproximaba. Por mi parte, yo no comprendía muy bien qué era lo que estaba ocurriendo, pero Thomas Turner repetía una y otra vez que Francia e Inglaterra estaban dividiéndose un pastel demasiado grande del que todos querían tomar un trozo.
Llegaban cartas y cartas de Montreal que Antoine leía con el ceño fruncido. Estaban exigiéndole que abandonara Quebec, puesto que lo necesitaban en la reconstrucción de los fuertes que protegían la difusa frontera del este, mas él se resistía a abandonar su hogar. No quería llevársenos consigo, pero tampoco resistiría dejarnos. Jeanne y yo asistíamos a todo aquello con congoja, aunque basada en distintos motivos. ¿Qué podíamos hacer? Solo nos quedaba esperar..., y mientras lo hacíamos, me empeñé en continuar con las lecciones como si nada ocurriera. "Morirán unos pocos soldados y cesarán las hostilidades", me decía a mí misma, en vanas ilusiones todavía no suficientemente golpeadas por la avaricia del ser humano. Sin embargo, los cambios eran ineludibles: el mercader estaba harto ocupado para hacerse cargo de sus clases de cálculo, solo los niños ojibwa acudían a nuestra casa y el ambiente del hogar estaba encarecidamente tenso.
— ¿Le ocurre algo al señor Clément? — me preguntó Justine con cautela mientras recogíamos los tinteros.
Cumpliendo con mi deber a raja tabla, no le había dicho ni una sola palabra a mi amiga.
— Tiene mucho trabajo..., el gobernador no cesa en demandarle nuevos planos para cuarteles. Apenas come — respondí con marcada voz indiferente.
— ¿Para qué querrán tantos cuarteles? — añadió como si nada, inocente.
Dudé en si confesárselo, pero finalmente mentí:
— Lo desconozco.
‡‡‡
— Señor, una carta del señorito Thibault.
Los tres alzamos la vista del consomé cuando Florentine le entregó un sobre blanquecino a Antoine con expresión preocupada. Durante aquellas semanas, las misivas siempre traían malas noticias. Jeanne intercambió miradas serias con su esposo y éste la abrió con un suspiro.
— Puede retirarse, muchas gracias — le ordenó que saliera.
Tragué saliva al escuchar el crujido que el papel formaba al salir del sobre. A contraluz, pude ver que se trataba de dos párrafos que ocupaban menos de una hoja.
— Léela en voz alta, cariño — le pidió mi hermana, impaciente.
Antoine me miró, como si estuviera sopesando si yo debía oír el contenido, mas rápidamente apartó la vista y la hundió en la carta.
— Querido amigo, te escribo desde el fuerte Richelieu. Lamento ser yo el que tenga que comunicarte que debes partir de inmediato hacia aquí. Necesitamos de tus conocimientos para reconstruir este y el fuerte Chambly, los Iroquois los convirtieron en murallas prácticamente inutilizables desde los incendios. Sin ellos, Nueva Francia será totalmente vulnerable en caso de ataque británico. He intentado en vano alargar tu llegada..., es urgente — el arquitecto inspiró, tomándose unos segundos para frotarse la frente. Jeanne hundió la vista en la alfombra —. Paul Marin de la Malgue ha sido nombrado comandante de unos 2000 hombres, entre soldados franceses y salvajes, para proteger las tierras del rey en el valle de Ohio. Están construyendo tres fuertes más, pero la situación es altamente preocupante. El jefe de la tribu Mingo tiene cuentas pendientes con los franceses, deseos de una venganza que desconozco, y las hostilidades con la comitiva de Marin de la Malgue son constantes. Los indios han mandado emisarios hasta la colonia de Nueva York y Virginia: piden la guerra.
— Dios santo... — murmuró Jeanne.
Antoine apretó la mandíbula y siguió leyendo tras una breve pausa:
— Sé que no deseas dejarlas atrás, mas este no es lugar para tu esposa y la pequeña Catherine. Quedaos en nuestra vivienda de Montreal. Podrán permanecer allí, junto a Étienne. Él cuidará de ellas mientras nosotros partimos hacia la frontera, está a tres días a caballo. Podréis estar más cerca. Amigo mío, te necesitamos.
En el momento en que terminó, nos quedamos en silencio, sin saber qué decir. La cabeza me daba miles de vueltas concéntricas. ¿Trasladarnos a Montreal? ¿Abandonar Quebec?
— Necesito tiempo para meditar, disculpadme — se levantó bruscamente Antoine.
— Cariño — lo imitó Jeanne, deteniéndole por la muñeca —, te necesitan con prontitud en el fuerte Richelieu. Llevas días postergando esta decisión. Catherine y yo ya sabíamos que...
— ¿Pretendes que os lleve al epicentro de una posible guerra? — la cortó. Me percaté de que no estaba molesto con ella, sino con el resto de circunstancias.
— ¿Pretendes que tú y yo estemos lejos?
El tono comprensivo y dulce de mi hermana me encogió el corazón.
— Trabajarás durante meses, no soportaré estar separada de ti. Prefiero marchar a Montreal esta misma noche que tener que despedirnos. Soy tu mujer, iré a donde tú vayas aunque tenga que esconderme dentro del baúl del equipaje — le sonrió, acariciándole la mejilla —. Hasta que la muerte nos separe, ¿recuerdas?
ESTÁS LEYENDO
(PRONTO A LA VENTA) Waaseyaa (I): Besada por el fuego
Historical FictionEn los albores de la lucha por los territorios conquistados en Norte América, Catherine Olivier, una joven francesa de buena familia, viaja hasta Quebec junto a su hermana Jeanne para iniciar una nueva vida. Sufragada por sus propios miedos y pérdid...