Niiwiiv - Mi mujer

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No dormimos en toda la noche. Permanecimos despiertos hasta el amanecer, uno tumbado junto al otro, comunicándonos a través de los ojos, en silencio. De pronto su mano me acariciaba la frente lentamente y yo dejaba escapar una sonrisa ruborizada. La estrechaba entre las mías y soñaba con ser valiente y besarla. Imaginaba todas las cosas que me hubieran gustado hacer con aquel indio, pero hasta la fantasía era insuficiente: me faltaban sueños para poder colmarla. Ahí estaba él, tan real, a escasos centímetros de mí..., y podía sentir la tensión de su cuerpo, la fuerza de sus músculos contenidos..., mas, por encima de todo, subyacía un afecto que me hacía perder el sentido. Existían tantas formas de mirar a una persona. Lo descubrí gracias a sus ojos, tan cambiantes, tan enigmáticos, tan reconfortantes. Podía verme reflejada en sus pupilas doradas, siendo feliz, cargando con sus hijos a la espalda, domando caballos en una extensión de trigo maduro. Por un momento deseé que aquello pudiera cumplirse.

— Miigwech — musité cuando él me cubrió con más mantas.

Namid extendió las manos y atrajo el aire hacia él: me estaba pidiendo que me acercara un poco más. Algo asustada, lo observé. ¿Y si ya no regresaban más momentos como aquel? Decidida en parte, me aproximé. Me estrechó en sus brazos y así nos quedamos: recostados, yo con la cabeza sobre su pecho, él rodeándome mientras apoyaba su barbilla sobre mi cabecita bulliciosa. Pareció dudar sobre si romper la ausencia de conversación o no, pero finalmente calló, besándome la frente.

No deseaba dormir, quería alargar al máximo aquellas horas, disfrutar de él hasta que ya no quedara nada más. Namid me tomaba las manos de cuando en cuando y jugueteaba con ellas, torciéndolas con delicadeza para imitar formas de animales. Su risa era menos ronca de lo que parecía a simple vista si era sincera; brotaba de su corazón como un manantial de pureza incorruptible. Los primeros rayos de sol comenzaban a asomar por las grietas de la tienda y supe que tenía que reunir fuerzas para despedirme y afrontar el juicio de Honovi. Namid estaría conmigo, lo había guardado en mi corazón para siempre. Temía que, tarde o temprano, tendría que decirle adiós a muchas más cosas.

Namid me ayudó a incorporarme y se apresuró a ofrecerme un vaso de agua de una tinaja que decoraba la parte izquierda del tipi. Mojé los labios con la frialdad de su textura y le agradecí el gesto. Rápidamente abrió su baúl y extrajo un cuenco de bayas. "El desayuno", pensé entre risas.

— Miigwech, nisayenh — le sonreí con una inclinación de cabeza.

No pude evitar las cosquillas cuando, como el cervatillo curioso que era, revoloteó a mi alrededor, escudriñando cada surco de mi rostro. Me lo lavó con un paño húmedo, haciéndome reír. ¿Cómo podía dejar a un lado toda su tristeza, toda su rabia, y hacerme sentir como la mujer más querida de todo el continente? "Volveremos a construir la escuela, te lo prometo", clamaban sus ojos. Por culpa de la carcajada, una baya reventó antes de que pudiera masticarla en el interior de la boca y me manchó la comisura de un tono burdeos. Él dio un respingo, sorprendido, y yo adelanté la manga de mi vestido para limpiarme. Repentinamente, Namid me detuvo. Pausadamente, con sus propios dedos me rozó los labios manchados. Su gesto se tornó peligrosamente suave, casi hambriento, y sus pupilas se dilataron. "Me está mirando la boca", temblé entera. Grácilmente nos puso frente a frente. Lo vi, estaba escrito en su expresión: anhelaba besarme por encima de cualquier hecho. Pero, ¿y yo?, ¿lo anhelaba yo?

— Bagakaasige — murmuró, casi rozando sus labios con los míos.

"Ella está brillando como el sol", me palpitó el alma al entender una de las expresiones que los ojibwa usaban con las mujeres que amaban. Yo era su sol, pero él era mi luna, mi firmamento de estrellas danzantes, la guía de mi propia oscuridad.

— Niiwiiw — esbozó una media sonrisa.

Mi esposa. Mi mujer.

Contuve las lágrimas. Era tan feliz que dolía en lo más profundo del alma. Eran simplemente palabras, pero eran nuestras. La promesa de que nunca nos olvidaríamos. Le tomé el rostro con un mano, juntándolo con el mío, y susurré:

— Ninaabem.

Mi marido. Mi hombre.

Fue entonces cuando me armé de valor y le besé. Todo el cuerpo me tiritaba, no supe dónde poner las manos, y mi boca llegó a la suya con una temeridad insegura. Jamás había hecho aquello y rocé sus labios con inocencia. Namid abrió los ojos como platos: aquella fue la única vez en la que se quedó sin palabras. No se movió, como si estuviera ocurriendo algo sobrenatural, y yo me aparté con frenetismo, muerta de miedo. Nuestras bocas únicamente se habían tocado, de forma tan casta que probablemente aquello no fuera considerado un beso como tal, pero para mí era todo un universo.

Nos miramos, aturdidos, y él se paró antes de que su cuerpo se abalanzara sobre el mío.

Tenía la cicatriz teñida de color burdeos.


¡¡¡Alcanzamos el capítulo 100!!! No me lo puedo creer :') 

Me hubiera gustado subir un capítulo más largo, pero, como algunxs de vosotrxs ya sabéis, estoy bastante ocupada con mi tesis doctoral y me es imposible escribir tanto como me gustaría. Sin embargo, hoy era un día especial y por ello os dejo este capítulo, espero que disfrutéis tanto al leerlo como yo lo he hecho escribiéndolo.

Quiero aprovechar esta oportunidad para daros las gracias. A todos esos lectores que me han acompañado desde el principio, los que se han unido a medio camino, los que recién empiezan a leerme hoy..., todos. Es por vosotros por lo que hemos alcanzado los cien capítulos de esta novela. Empezó como una idea durante una noche de insomnio..., y ahora es una parte inolvidable de mi vida, espero que también lo sea un poquito de la vuestra. Gracias, de corazón.

Esta historia está dedicada a todos esos hombres llamados Namid, Honovi, Waagosh, Onida, Inola, Ishkode, Antoine, Thomas Turner..., esos hombres valientes que la historia jamás quiso recordar.

A todas esas mujeres llamadas Catherine, Jeanne, Florentine, Wenonah..., fuertes, capaces de conquistar siglos y siglos de represión.

Por todos vosotros. Por todas vosotras.

Es posible cambiar el mundo.

Hoy, todos estamos rindiéndoles homenaje.


Julia

(PRONTO A LA VENTA) Waaseyaa (I): Besada por el fuegoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora