Wanaanimizi - Ella está confundida

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El último día de la subasta transcurrió sin contratiempos, aunque fue todavía más frenético que los dos anteriores. Los comerciantes deseaban vender a cualquier precio los lotes sobrantes y no pude tomar asiento hasta bien entrada la tarde. Florentine me traía moras de vez en cuando para que no feneciera de hambre: los hombres de Turner no se detenían, atraer al mayor número de clientes era lo más importante, y yo quería seguir su ritmo. Lo logré a duras penas. No obstante, contra más trabajaba codo con codo con ellos, mayor afecto les despertaba. Me agradaba sentirme incluida. No juzgaban mis ropas, ni mi condición de joven inexperta: si era diligente me aceptarían entre sus filas.

Conseguimos vender todos los fardos de pieles, incluidos los de Nahuel, quien se acercó al puesto mientras recogíamos. Claude había insistido en que me sentara en una de las cajas de madera para descansar mientras ellos cerraban los últimos tratos y guardaban bajo llave las ganancias. El espacio ocupado hasta el extremo por vendedores y curiosos se vaciaba sin pausa. El líder hurón intercambió unas palabras de agradecimiento con Thomas Turner y esperó a que éste le entregara la parte proporcional de lo obtenido. Consistía en un pesado baúl repleto de monedas. Él ni se molestó en contarlo, conforme.

— Ha trabajado usted muy duramente, señorita Catherine — se dirigió a mí con voz dulce.

— Gracias, señor Nahuel. Espero que las ventas hayan sido beneficiosas para usted.

— Con creces. El señor Turner es el único del que me fío en estas tierras — lo miró de soslayo.

Henry Thomas Johnson me había hablado de las sospechosas tramas que algunos franceses empleaban para engañar a los indios, haciéndoles creer que el dividendo de su lucro era menor. Muchos de ellos eran analfabetos, por lo que no podían usar ninguna prueba que demostrara la estafa. Por culpa de esos tratos injustos, gran parte de las tribus habían sido relegadas a territorios menores. Habían entregado algunas de sus parcelas de terreno más preciadas a cambio de oro y artilugios de los colonos. Nahuel había sido uno de los más tercos defensores de su tierra y aprendió francés e inglés para batallar las artimañas del hombre blanco, como él los llamaba.

— Y de usted. — me sonrió —. ¿Es la primera vez que veía un hurón, verdad?

— Sí — asentí con respeto.

— Solemos asustar, pero no es nuestra intención. Supongo que no estará muy acostumbrada a tratar con las tribus.

— No. Todo me resulta novedoso en Quebec, a decir verdad.

— ¿Qué opinión le merecemos?

Desconocía si aquella pregunta ocultaba un segundo propósito, pero recapacité antes de responder.

— Sé que hay distintas tribus, por lo que no puedo hablar por todas ellas. Solo he tenido el placer de conocerle a usted y a varios ojibwa — tragué saliva, nerviosa —. Sin embargo, tengo una buena opinión de ustedes.

— ¿Ah sí? ¿Y eso por qué?

Iba a preguntarle por qué no cuando el reverendo Denèuve apareció de improvisto y nos interrumpió. Vestía su larga sotana negra y un crucifijo de plata colgaba del cuello. No nos habíamos visto desde aquella primera lección de clavicordio en la que Wenonah había resultado humillada y su presencia me despertó sentimientos encontrados.

— Buenas tardes, señorita Catherine. No esperaba encontrarla aquí — me saludó con amabilidad.

— Buenas tardes — respondí con fingido entusiasmo.

— Saludos, señor Nahuel. ¡Cuánto tiempo sin verle!

Me extrañó que ambos hombres se saludaran con un abrazo. Era como si se conocieran desde antes de que yo naciera. A un par de metros de distancia de donde yo me encontraba, Florentine platicaba con Thomas Turner sin perderme de vista. Comprendía que no quisiera acercarse: Nahuel la atemorizaba.

(PRONTO A LA VENTA) Waaseyaa (I): Besada por el fuegoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora