La impotencia me carcomió por dentro al ver lo aterrados que estuvieron los niños el resto de la lección. ¡Eran unas criaturas inocentes! No entendí el porqué de tanta agresividad. ¿Qué tenía de malo que hablaran en su lengua? Wenonah seguía en su asiento, empequeñecida por la brusquedad del padre Quentin y yo no pude hacer otra cosa que quedarme quieta al contemplar la escena.
- Avise a quien haya venido a por ella, debemos de hablar seriamente — le dijo al reverendo Denèuve —. Marion, ven aquí.
Fruncí el ceño, todavía sentada frente al clavicordio, sin comprender a quién demonios se refería.
— Marion, aquí — ensombreció el tono.
Wenonah se levantó con la cabeza gacha y fue hasta a él mientras el resto de sus compañeros recogían sus cosas y salían al claustro tras dejar los libros ordenados sobre los pupitres. Capté cómo algunos de ellos la miraban con solidaria lástima. ¿Por qué la había llamado Marion?
Sin la vigilancia del reverendo Denèuve, el padre Quentin comenzó a despotricar improperios en ojibwa. Movía las manos de arriba abajo con furia y la niña lo miraba como podía, temblando de miedo. Pensé que aquel hombre acabaría pegándole en el rostro a la primera de cambio. Me desagradó: la positiva impresión que me había sugerido su persona se transformó en repudio. ¿Por qué la trataba de aquella forma? Se suponía que era su pupila, un verdadero maestro debía actuar con paciencia y afecto, casi como un padre, no como un tirano. Estaban allí para aprender nuestras costumbres y creencias, no para ser manejados como ganado. Quise gritar que Wenonah solo estaba asustada, abrumada por ideas que aún no comprendía; no era ninguna provocadora, no había más que observarla.
— Padre... — carraspeé, levantándome —. Creo que...
— Esto no es asunto suyo, señorita Olivier — me interrumpió con aspereza —. Usted no comprende la magnitud de la tarea que nos compete aquí. Olvídese de Francia y de París.
Aquellas palabras sonaron similares a las que Thomas Turner había dirigido a mi hermana. Ya no estábamos en París, las cosas eran muy distintas en Nueva Francia. Sin embargo, el talante del clérigo destilaba un odio que me dejó en el sitio.
— Padre Quentin, deténgase en el acto.
Tanto Wenonah como yo miramos al reverendo Denèuve como si fuera un ángel milagroso. El aludido contuvo la cólera, sonrojándose. Soltó el brazo de la niña, el cual había zarandeado sin consideración, y a mí se me cortó la respiración al distinguir a Namid tras la puerta entreabierta. Repentinamente comprendí que el reverendo había conseguido parar al padre Quentin antes de que él pudiera verlo. No le había contado lo ocurrido. El padre Quentin se estiró la sotana como si nada hubiera pasado segundos antes. Eran conscientes de que Wenonah no le contaría nada a su hermano: el aula se quedó en silencio, como si simplemente hubiera habido un minio conflicto fruto de la habitual rebeldía de la niña. Su engaño hizo que se me revolviera el estómago de rabia. Namid los hubiera matado de un tiro. Por un momento deseé que lo hiciera.
La pequeña salvaje corrió a los brazos de su hermano y se encerró en ellos con ansia. Namid la dejó, revolviéndole el pelo con cariño. Tuvo que encontrarla mucho más alterada de lo normal porque oteó a ambos clérigos con desconfianza. Las líneas de su mandíbula se marcaban como las aristas de una espada. Sabía que algo había andado mal. Al ojear a los ocupantes de la sala, terminó en mí. Frunció en mayor grado el ceño al verme allí, de pie, pálida. No creo que supiera que iba a dar lecciones de música. De pronto me sentí avergonzada, como si estuviera traicionándolo.
El reverendo Denèuve forzó una sonrisa y le dijo algo en ojibwa que no lo tranquilizó. Tuve que bajar la vista para que no pudiera leer mis pensamientos. Actuar con prudencia era un deber, dada la relativa facilidad con la que podían iniciarse dramáticos conflictos en aquellas tierras. Un paso en falso podía significar un enfrentamiento entre los franceses y los indios, con la consecuente pérdida de los indígenas. Todavía no comprendía la magnitud de lo que ocurría allí, como bien me había increpado el padre Quentin, pero estaba segura de que las tribus siempre perdían. Lo intuía.
Namid presionó en mayor grado sus pupilas sobre mi frente. Ocultaba sus emociones, pero yo sabía que estaba preocupado. Me consideró como la única persona capaz de decirle la verdad. No confiaba en los clérigos. Aguanté la respiración y coincidí con él: no eran de fiar. Estaba empezando a descubrirlo. ¿Y si caía en el error de creer que yo era uno de ellos?
El reverendo Denèuve continuó hablándole, supuse que convenciéndole con voz melosa de que nada había ocurrido, pero que su hermana era muy difícil de tratar. Wenonah se escondía en su pierna y él no dejó de acariciarle el cabello, transmitiéndole que no había hecho nada malo y que permanecería a su lado. Fruncía tanto el ceño que sus ojos se rasgaron hasta el extremo, casi como el filo de una hoja de pergamino. El padre Quentin me miraba con intensidad, exigiéndome silencio absoluto, y no le mantuve el contacto visual. Me asombró la valentía de Namid cuando le apartó el brazo de un manotazo al padre Denèuve justo antes de que éste tocara a su hermana. Lo hizo con brusquedad, en un movimiento seco como del que se quita a un leproso de encima.
— Condenado salvaje — blasfemó el padre Quentin.
Denèuve lo detuvo antes de que se abalanzara sobre él. Con una media sonrisa pacífica, se disculpó con Namid y pareció no ofenderse, racional. Le había constatado con claridad que no permitiría que nadie le pusiera una mano encima a su hermana, aunque le costara la vida. La tensión que se respiraba me asfixiaba. Observé cómo las venas de mi exótico amigo se marcaban con fiereza sobre el cuello. El clérigo volvió a decirle algo, apaciguador, y Namid respondió escupiendo al suelo. Salió del aula junto a Wenonah sin dirigirme una sola mirada. Notaba los oídos en letargo.
— Deberían de llevarlos a la horca, ¡a los dos! — estalló el padre Quentin cuando se hubieron marchado — ¡Son unos desagradecidos! ¡Estamos dándoles una oportunidad y la rechazan!
¿Les ofrecían una nueva vida como ciudadanos franceses o como súbditos de la corona?
— Cálmese — suspiró el reverendo — Debería de controlar sus nervios, padre Quentin, podrían acarrearle muchos problemas.
Al no recibir el apoyo que esperaba, gritó dos improperios más y salió con un portazo. Yo tuve que sentarme en una de las sillas de los pupitres en el momento en que me quedé a solas con Denèuve. ¿Por qué en aquellas tierras todo sucedía tan rápido? Mi capacidad de reacción siempre andaba un paso por detrás. Bajo ningún concepto deseaba que Namid pensara que yo era uno de ellos. "Debiste defender a su hermana", me culpé.
— Lamento toda esta escena de mal gusto, señorita Olivier.
El reverendo me miraba compungido, pero yo ya no sabía qué creer. De una forma u otra, había colaborado en engañar a Namid y provocar que el padre Quentin saliera indemne.
— Se habrá dado cuenta de lo peligroso que es a veces tratar con los indios. Surgen conflictos de este calibre. El padre Quentin no entiende que son niños y que ha de tratarlos con tacto. Poco a poco conseguirán transformarse.
— ¿Transformarse en qué? — dije, disgustada.
— En hombres y mujeres civilizados. Así obtendrán la piedad de dios — entrecerró los ojos — Son salvajes, señorita Catherine. Son animales. Estamos aquí para cumplir un propósito divino: educarles. Debemos de arrebatarles toda la ignorancia, la hereje superstición, para que puedan vivir como seres humanos. El padre Quentin no comprende que no es culpa suya, no conocen otra cosa, y que nosotros debemos de adiestrarlos con mano dura, pero con cariño. Si los tratamos como esclavos, se rebelarán. Es necesario endulzar las enseñanzas para que las muerdan y olviden sus pecaminosas costumbres. Algunos niños son más difíciles, es natural, piensan que somos los cristianos los que estamos en el bando erróneo..., pero por alguna razón de peso la mayor parte de sus compatriotas indígenas se convirtieron décadas atrás. Ellos también lo harán, tarde o temprano.
ESTÁS LEYENDO
(PRONTO A LA VENTA) Waaseyaa (I): Besada por el fuego
Fiksi SejarahEn los albores de la lucha por los territorios conquistados en Norte América, Catherine Olivier, una joven francesa de buena familia, viaja hasta Quebec junto a su hermana Jeanne para iniciar una nueva vida. Sufragada por sus propios miedos y pérdid...