Aanzinaago'idizo - Ella se transforma

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Al amanecer, desaparecimos del fuerte como el humo de las hogueras moribundas exhalando su último aliento. Estaba desesperada por conocer más detalles sobre la situación de Antoine, mas me contuve por consejo de Thomas Turner. "No muestre debilidades sentimentales, no a él. Manténgase firme, fría. Sea una auténtica guerrera", me había susurrado antes de montar a los corceles. Nos miramos fijamente y, aunque pude haber respondido, me quedé en silencio: tenía razón. Ishkode no quería combatientes que estuvieran en su bando por otros motivos que no fueran la absoluta victoria. Tal era su rectitud en ese aspecto, que le encontré escudriñándonos con cautela, a pesar de que solo habíamos intercambiado un par de palabras.

Si me convertía en un estorbo que entorpeciera sus planes, me eliminaría.


‡‡‡


Avanzamos por bajas cordilleras, pero pronto comprendí que, al contrario de lo que habíamos estado haciendo durante semanas, nuestro objetivo ya no era ocultarnos del enemigo; ahora debíamos asediarlo, perseguirlo como perros de caza y eliminarlo. Debíamos acabar con el mayor número de casacas rojas antes de llegar a Fort Frédéric.

— Hay restos de sangre — dijo Namid mientras los caballos bebían en el riachuelo junto al que nos habíamos detenido por unos breves instantes.

Nadie ponía en duda las manifestaciones de Namid. Él era el rastreador de la comitiva. Solía adelantarse al resto para analizar el terreno y comprobar que no había amenazas cercanas. Sus sentidos, sobre todo el olfato y la vista, eran sagaces, como los de un zorro.

— ¿Dónde? — se sobresaltó Thomas Turner. Ishkode miró a su hermano por encima del hombro, todavía en la cruz del animal.

— En el agua — declaré tras echar un vistazo —. El curso del río está bajando con sangre.

Y no era poca la sangre que estaba tiñéndolo.

— Todos en guardia — sentenció el primogénito con sequedad —. Tenemos compañía.


‡‡‡


Mi primera batalla en la encarnizada guerra que se libró en el Nuevo Mundo tuvo lugar aquella mañana de finales de agosto de 1754. Fue en campo abierto, contra un mediano grupo de casacas rojas y mohawks. Siguiendo las directrices de Ishkode, continuamos cabalgando hacia el norte, hacia la dirección que marcaba el reguero de sangre, y lo que vi allí marcó para siempre el tamiz de mis recuerdos. Nos dividimos en dos grupos para atacar por sorpresa desde los dos extremos de la arboleda, pero el jefe se aseguró de que Namid y yo fuéramos separados desde el principio.

— Todo irá bien — me murmuró con aquellos ojos que me besaban los labios —. El gran espíritu te protege.

Aguanté, tal y como me había indicado Thomas Turner, y contemplé con nauseabunda preocupación contenida cómo desaparecía para situarse en el lado opuesto en el que el mercader, el resto de guerreros, y yo estábamos. El sonido de los fusiles era ya tan ineludible como el hedor a muerte y pólvora. Y lo vi: vi cómo aquellos soldados apuntaban a hileras de casacas rojas. Estaban de rodillas, desarmados frente a los vencedores. Otros reposaban sobre la hierba, sin vida, mientras los mohawks les arrebataban sus pertenencias de valor.

— Quédese quieta.

Justo antes de que comandara a Inola un trote inmediato, Thomas Turner anticipó mis impulsivas intenciones. Los ojibwa que nos acompañaban me juzgaron con la mirada.

(PRONTO A LA VENTA) Waaseyaa (I): Besada por el fuegoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora