Nanda-gikendan - Busca aprender

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La llegada de Thomas Turner a la casa revolucionó un poco al servicio, que se alteraba fácilmente con los invitados, pero a mí me produjo una solícita alegría. Nos pasamos las horas comiendo y jugando a los naipes. Me agradaba su compañía porque no me exigía hablar y yo no le reprendía por su charlatanería. Éramos complementarios y, por si fuera poco, sus historias me mantenían en vilo. Era un hombre que había vivido muchas aventuras desde muy joven, además de ser el único hijo de uno de los primeros hombres que tuvo contacto con los indígenas del lago Hurón. Se le iluminaban los ojos cuando hablaba de él, como si no le importara no haberlo podido conocer. Se marchó con un grupo de bandoleros y abandonó a su esposa. Nunca regresó, ni siquiera se enteró de que esperaban un hijo, y se supo de su muerte por los chismorreos de un vecino. A pesar de aquello, su madre nunca le habló mal de él y adaptó su apellido como propio. Lo único que había conservado eran sus diarios de viaje, que un compañero de juergas le entregó en la adolescencia, como le había prometido en última voluntad a John Turner.

- Siempre lo llevo encima. – me mostró un pesado volumen encuadernado en piel. – Es mi libro de rezos. – se rió.

En él, John Turner plasmó por escrito sus primeros contactos con los indígenas, con los que llegó a convivir durante años hasta su muerte. Según Thomas Turner, en sus últimas palabras, dejó una especie de carta de despedida, ya que había decidido batallar con los ojibwa en uno de sus múltiples conflictos territoriales con la tribu hurón y temió no sobrevivir. Creía fervientemente que su padre había perdido la vida en aquella lucha.

- La historia es de sobra conocida: los hurón vencieron y los ojibwa fueron relegados más al noreste.

John Turner había sido la razón por la que se había convertido en mercader de pieles a muy temprana edad. Nunca había seguido los pasos de su padre a rajatabla, puesto que no apreciaba a los indios lo suficiente para tener que acatar sus normas culturales y convivir con ellos, pero los respetaba. Tiempo atrás, había conocido a algunos ojibwa que se acordaban del valeroso y excéntrico Turner.

- ¿Desea leerlo?

Su proposición me tomó por sorpresa. Sin duda era una historia muy interesante, pero no estaba segura de que fuera buena idea leerla. Mis padres jamás me hubieran permitido leer algo así. Pero sentía una ávida curiosidad que me carcomía..., quería saber más sobre aquella tribu, sobre él.

- Está dudando, eso significa que sí que desea leerlo. – se rió. Lo sacó de la bolsa de viaje y me lo tendió. – Tome, le gustará.


‡‡‡‡


Lancé un grito desesperado cuando sentí que alguien me tocaba el hombro. En guardia, aparté la amenaza de un manotazo. Parpadeé dos veces al darme cuenta de que se trataba de Thomas Turner. Me había dormido encima del libro y tenía el lado izquierdo del rostro dolorido.

- Relájese, señorita. Parece estar todo el tiempo asustada. – se rió. – Solo venía a despertarla, es la hora de la cena. ¿No ha sido una lectura ligera?

Advertí ese tono burlón que caracterizaba a las voces de algunos hombres cuando se dirigían a mujeres cultas o que pretendían serlo. Me molestó un tanto, pero yo también estaba sorprendida de haber soportado durante tantas horas un libro, era poco común en mí. No me gustaba leer, me aburría a las pocas páginas, y estaba acostumbrada a oír a Jeanne recitarme en voz alta las historias que más me gustaban, las de aventuras.

- Perdone. – me levanté con decoro, estirándome el bajo del vestido.

- No tiene que disculparse por todo. – se jactó. Observó el libro abierto y añadió: — Ha leído bastante en poco tiempo.

Sus palabras me hicieron mirar el libro también: estaba por la mitad.

- Sí. Es un buena obra. – dije.

Me dedicó una sonrisa y caminamos hasta llegar al salón. Florentine me apartó la silla para que pudiera sentarme y yo tuve que frotarme los ojos con disimulo para despejar la sombra del sueño. Me sentía agotada y desconocía por qué. Bebí un sorbo de mi copa y se me hizo la boca agua al ver las doradas patatas asadas que tenía delante.

- Tiene mejor aspecto ahora que ya no está tan delgada. Debe de comer. – me aconsejó Thomas Turner al captar mi mirada hambrienta.

No respondí y comenzamos a servirnos, uno al lado del otro, sin tener que fingir que teníamos algo que decirnos. No era ningún caballero, por lo que comía sin darle importancia a qué cubierto empleaba y pronto tuvo la comisura de los labios y las manos cubiertas de grasa de conejo. Yo luchaba por disimular y no mirarle, nada acostumbrada a aquel comportamiento, y apenas abría la boca para introducirme los trozos de zanahoria. Así es como me habían enseñado a comportarme.

- No me mire así, por lo menos no he comido con las manos. – se echó a reír.

Corrí a disculparme, enrojecida por la vergüenza.

- No se preocupe, es una señorita francesa de buena familia, no está acostumbrada a los puercos como yo. – bromeó, ajeno a cualquier ofensa. – Apuesto que nunca ha comido en el bosque, alrededor de una hoguera.

- Nunca. – negué con el rostro. "Es peligroso", completé en mi mente.

- Deberíamos de hacerlo algún día, también con el señor Clément y su hermana. Sería divertido.

Me horroricé solo de pensarlo y le hice reír.

- No ponga esa cara. No hay nada de malo en que uno se divierta un poco de vez en cuando, ¿no es así? Hay que guardar las formas, pero no renunciar a vivir. – lanzó un hueso lejos. – Cuando quiera darse cuenta, señorita, se despertará un día y se arrepentirá de lo que no hizo. El tiempo pasa muy rápido, pero pesa mucho en el alma. Y esas estrellas... — miró al techo. – Pasar la noche en el bosque rodeado de todas esas estrellas. Es en el único momento en el que he podido creer en Dios, si me permite decirlo. Uno se siente diminuto rodeado de tanta belleza.

Yo ya había pasado una noche a la intemperie y había sido una pesadilla. No quería repetirla bajo ningún concepto. Prefería malgastar mi vida en arrepentimientos que arriesgarme al miedo y a la muerte prematura. Además, el espíritu temerario no corría por mis venas; se me había reservado el único derecho de observarlo en los demás mientras pasaba de largo. Seguro que Thomas Turner pensaba aquello porque inglés y, sobre todo, hombre.

- ¿No le han entrado ganas de salir a cabalgar tras leer los diarios de mi padre?

- Admiro a su padre por sus hazañas. – añadí con distancia. Una parte de mí soñaba con poder experimentar todas aquellas peripecias, por eso me agradaba leerlas, era una forma de sentirme partícipe.

- Aprendí todo lo que necesitaba saber de los indios a través de sus testimonios. Me hubiera gustado poder conversar con él para escuchar sus lecciones. En ocasiones, cuando estoy con mis chicos, pienso en él cuando me sobrecoge el miedo.

No pude evitar mirarle de perfil al escucharle ser tan sincero. Me estaba expresando sus temores. Descubrí que era mucho más sensible de lo que había pensado en primera instancia. Quise decirle que no era posible que él sintiera miedo, era una de las personas más valientes que conocía. ¿Serían sus demonios iguales que los míos? Me resultaba extraño que alguien como él los tuviera.

- No me mire así, señorita Catherine. – leyó mi expresión de nuevo, con una sonrisa complaciente. – Por supuesto que yo también siento miedo. ¿Por qué piensa lo contrario? Todos lo sentimos. Eso es lo que nos hace humanos. Mi padre lo experimentaba de la misma manera que usted o que yo. Solamente decidió que era más importante seguir adelante. Nuestra hora llega cuando llega, el miedo solo es un recordatorio de que debemos de ser humildes. Eso es a lo que llaman justicia divina, ¿no?

(PRONTO A LA VENTA) Waaseyaa (I): Besada por el fuegoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora